17/7/13

15 horas en Tijuana: la esquina rota

Parte 2 de 3 de la serie: "Tijuana: Un salvaje recorrido por el corazón del desconcierto mexicano."

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Durante nuestro trayecto del centro a las playas, observamos la majestuosa catedral de la ciudad y quisimos bajar (tuve que interrumpir la conversación con el taxista, que me contaba con alegría lo bonito que era manejar por la avenida donde se colocan las prostitutas). La catedral acababa de terminar misa, y pudimos pasar a explorar sin molestar a nadie. 

Era una nave grande, con dos hileras de largas bancas. En su máxima capacidad podría fácilmente acomodar a unos 500 fieles o más. El techo de bóveda era sostenido por enormes columnas, muchos metros por encima de nuestras cabezas. Inmediatamente después de terminar nuestra ojeada inicial, el italiano, alarmado, me preguntó que dónde estaba Cristo. Encima del elaborado altar no había una cruz, sino una imagen del personaje que claramente ocupaba el lugar número uno en la jerarquía divina por estos rumbos: la virgen de Guadalupe. Le murmuré la historia de la aparición en el cerro del Tepeyac mientras deambulábamos por el largo pasillo lateral. Al italiano no se le escapó lo conveniente que resulta no sólo el hecho de que la virgen haya tenido la tez morena, sino también el que el testigo elegido haya sido indígena. "Ese Juan Diego, haya existido o no, probablemente hizo más por el catolicismo en México que todos los misioneros de carne y hueso juntos", le susurré. 

Encontramos a Cristo a un lado del altar, empotrado en su cruz en la pared, con una pequeña mesa a sus pies en donde aquellos que piden milagros pueden colocarle alguna veladora. Sin poderlo creer, el italiano notó que del otro lado del altar había un hombre sobre otra mesita igual, excepto que había muchas más veladoras allá. ¡¿San Judas Tadeo era más popular que Cristo?! "Santo de las causas perdidas", expliqué. "En esta ciudad parecen existir en abundancia".




Más tarde, parados frente a un enorme muro que nos separaba del país más poderoso del mundo, mi comentario acerca de San Judas se volvía tristemente evidente. La pared, al menos en la sección que yace a un lado del océano, es realmente una serie de enormes columnas de fierro. La división aparece infinita hacia el este, pero hacia el oeste se limita a bajar a la arena, entrar entre las olas que rompen plácidamente, y continuar unos cincuenta o sesenta metros antes de desaparecer. “¿Es todo?”, me pregunté. La posibilidad de nadar mar adentro y sacarle la vuelta a la barda se estima ridículamente fácil. Entonces veo un anuncio clavado a la parte más alta de la pared: "PELIGRO, FIERROS BAJO DEL AGUA". ¿Qué tan adentro de este mar, con su impredecible y peligrosa marea, se extenderán los afilados metales que el gobierno vecino felizmente presume? Además, con un veloz vistazo hacia el otro lado fue fácil entender que es un limbo vacío, y que de encontrarte saliendo del mar en esas arenas serías presa fácil de los mecanismos de exterminio que la migra sin duda ha instalado en la desolada playa. Y sin embargo el japonés me cuenta que cada luna llena (presuntamente el momento menos peligroso para quienes eligen la aventura náutica en búsqueda de mejores vidas) se pueden escuchar helicópteros volando a excesivamente bajas alturas patrullando las playas de las afueras de San Diego.

En toda la superficie del muro (del lado mexicano, sobra decir) se pueden observar mensajes pintados que cubren un espectro que va desde el odio hasta la esperanza. 

"Aquí es donde los sueños se convierten en pesadillas", se puede leer.

"¿Estás de mi lado?", pregunta alguien más en letras blancas.

"En esta esquina…", reflexiona un contribuyente al movimiento Acción Poética, invitando al lector a completar el pensamiento.

Entre lo más directamente simbólico estaba un dibujo de la bandera de los EEUU al revés, una imagen muchas veces utilizada como signo de protesta, en la que habían sido marcados una docena de nombres con un sello al lado de cada uno de ellos: "deported veteran".

Era una escena deprimente. Un hombre que merodeaba por ahí nos contó que hace poco retiraron una serie de cruces que se habían colocado ahí en honor a los innumerables desesperados que han perdido la vida tratando de cruzar aquella frontera. Una frontera que era felizmente ignorada por las gaviotas encima nuestro; sólo para ellas parece ser cruelmente obvio cuán artificial es la división. 


Y sin embargo una mirada a las playas ofrece una perspectiva diferente, mucho menos triste. De un lado, niños corren, gritan, juegan en la arena y el agua; De un lado, la música no para de brotar de pulmones, guitarras de doce cuerdas y tololoches; De un lado, la cerveza se bebe en hielo, con brebaje de almejas y chilito en polvo. Los gritos y las carcajadas salen de la plaza de toros y se escuchan hasta la playa. Los aficionados al fútbol tienen momentos inolvidables frente a una pequeña radio en la banqueta. El aroma de elote tatemado se percibe calientito y delicioso. Una chiquilla en su gigantesco vestido de quinceañera se retrata con sus orgullosos padres mientras el sol cae al mar de manera espectacular.

Del otro lado… una escena desértica y totalitaria. Se puede ver que detrás de los barrotes de fierro hay un espacio, y después otra gran reja de cuadrícula metálica, y después… sólo arena desolada, con algunas marcas de las llantas de la migra haciendo sus recorridos. Fantaseo, al ver la solitaria torre de observación en la playa, que el único disfrutando de esa bella puesta de sol es el policía que sin duda está sentado ahí arriba, quizás con el dedo perpetuamente en el gatillo de un rifle equipado con un enorme lente, listo para disparar a cualquier ser humano que ose poner pié en la cálida arena que se ve infinita al otro lado del muro. 

Basado en estas imágenes, pregunto a mis colegas: ¿de qué lado se les antoja vivir?

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Continuará.

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Texto por Daniel Morales
Fotografías por Daniel Morales