30/8/21

LAS REVOLUCIONES SON ETERNAS - PARTE 2

La historia demuestra que buscar un cambio a través de una revolución podrá parecer atractivo, pero termina por ser un calvario sin final.  

Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú


Una pregunta quedó en el aire en mi texto anterior: ¿Por qué los regímenes que emanan de una revolución perduran tanto tiempo, mientras que las democracias y las autocracias se desmoronan y colapsan?

Si olvidaron la trama, se las repito rápidamente: Max Fisher y Amanda Taub (The New York Times) citan un estudio de Steven Levitsky (Universidad de Harvard) y Lucan Way (U. de Toronto). La investigación de estos académicos revela que desde el año 1900 los gobiernos fundados por una revolución, sin importar la ideología, han sido mucho más longevos que las dictaduras y las democracias.

De acuerdo con sus datos, sólo el 19% de las dictaduras sobreviven más de tres décadas, mientras que el 71% de los regímenes revolucionarios superan este tiempo. No sólo esto, en los últimos 121 años, los países con un gobierno surgido de una revolución sufrieron menos protestas masivas, menos intentos de golpes de Estado, y menos fisuras o rompimientos entre su élite gobernante. Todos estos factores -cabe decir- son las principales causas de muerte de los otros regímenes.

La vez pasada no pude explicarles el porqué de esto. Pero ahora sí hay espacio, así que ahí les va:


De entrada, la respuesta puede resumirse en dos conceptos básicos: la institucionalización y la cohesión.

El equipo de Levitsky analizó a un grupo de 10 regímenes revolucionarios y encontró que existe una similitud compartida por todos: sus revoluciones totalmente ‘rediseñaron’ a la sociedad y a la arquitectura del Estado. Dicho de otra manera: la razón de su supervivencia no es ideológica, sino estructural.

Fisher y Taub lo explican así en su columna: en una dictadura común y corriente, aún cuando el autócrata tenga un enorme poder siempre existirán grietas y fracturas en el aparato institucional. Cada rama del gobierno -la burocracia, el ejército, las cortes, el clero, etcétera- tendrá su propio poder, su propia agenda y sus propios intereses. Esto termina por causar toda clase de enfrentamientos internos que entorpecen o debilitar al régimen. 

Contrario a lo anterior, en los gobiernos revolucionarios todo el aparato está controlado por una camarilla, generalmente los veteranos de la revolución. Estos individuos podrán competir o enemistarse, pero su lealtad última es usualmente hacia la ‘causa’ que los llevó al poder. 

Sumado a esto, las dictaduras tradicionales suelen surgir de una democracia que ha colapsado. Pero una vez en el poder, un dictador no tiene una estructura de gobierno institucionalizada, ni tampoco una narrativa que pueda cohesionar a la sociedad. Sin esta institucionalización o cohesión, basta con que llegue una gran crisis (económica, política, ideológica) para que su gobierno se derrumbe.

En cambio, las revoluciones suelen llegar al poder tras una revuelta armada. Esto hace que una vez adquirido el poder, se mantenga una visión militarista a la hora de gobernar. Y como en muchas ocasiones el nuevo régimen debe lidiar con una contra-revolución armada, esto refuerza aún más la filosofía militar y la permea a la sociedad entera, aumentando la cohesión bajo esta visión.

Esta narrativa la vemos incluso ahora, donde las protestas recientes en Cuba o Irán han hecho poco para desestabilizar a esos regímenes revolucionarios. Al contrario, más bien parece que tras cada protesta, el núcleo estatal se repliega, se cohesiona, se refuerza y luego contraataca. Mientras las protestas son material tóxico para las democracias y dictaduras, los regímenes revolucionarios parecen fortalecerse de ellas.

Al final, si queremos salvaguardar a nuestra democracia es imperativo mantener sano el andamiaje que la soporta. La historia demuestra que buscar un cambio a través de una revolución podrá parecer atractivo, pero termina por ser un calvario sin final. Pero nada de esto está pasando en México... ¿verdad?

16/8/21

LAS REVOLUCIONES SON ETERNAS

Sólo el 19 por ciento de las dictaduras no-revolucionarias sobreviven 30 años. Pero la gran mayoría de los estados revolucionarios -el 71 por ciento- lograron superar esta marca.


Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú

Si algo hemos aprendido en los últimos años es que las democracias son criaturas endebles. Siguiendo esta partitura, rápidamente nos pueden venir a la mente ejemplos como el golpe de estado en Myanmar, los casos de Polonia, Hungría y Turquía, o el daño que causó Trump durante cuatro años al frente de Estados Unidos.  

El ejemplo más reciente de esta debilidad ocurrió en Túnez, donde la única democracia surgida de la Primavera Árabe ahora se desmorona tras las controvertidas acciones del presidente Kais Saied, quien despidió al primer ministro del país y suspendió al Parlamento; algo que para aquellos que lo mal quieren es considerado un autogolpe de estado para centralizar el poder.

Pero a estas alturas del partido, hablar de la fragilidad democrática no es ni novedoso ni sorprendente. Lo extraordinario -en cambio- es ver cómo mientras este modelo político se derrumba, otros regímenes logran sobrevivir no sólo al cruel paso del tiempo, sino a las crisis económicas, protestas masivas, cismas ideológicos y sismos geopolíticos.

De aquí parte el argumento de Max Fisher y Amanda Taub en una reciente columna en The New York Times. Ambos periodistas plantean una premisa: la agitación y turbulencia son los principales factores que definen a la realidad geopolítica contemporánea. Pero no se confundan; porque aún cuando vemos a las democracias retrocediendo o colapsando, no podemos ignorar que también las dictaduras están emproblemadas. 

“Las dictaduras son cada vez más comunes, pero igual de inestables y con una vida muy corta. La disolución social y los disturbios civiles están incrementando drásticamente [en ambos modelos]”, apuntan. En pocas palabras: hoy las democracias y las dictaduras son igual de delicadas. ¡Así las cosas! 



Pero vayamos ahora a lo más interesante del asunto, que aún no ha sido puesto sobre la mesa. Fisher y Taub citan a Steven Levitsky, politólogo de la Universidad de Harvard, quien junto con su colega Lucan Way (Universidad de Toronto) descubrió que existe una clara excepción que parece inmune a esta turbulencia global.

El análisis de Levitsky y Way demuestra que tras la caída del muro de Berlín en 1989, la mayoría de las dictaduras comunistas en el mundo también colapsaron rápidamente. Pero ojo… ¡Cinco lograron sobrevivir!: China, Cuba, Vietnam, Laos y Corea del Norte.

¿Y cuál creen ustedes que es la característica que conecta a todos estos países? ¿En cuál campo semántico caben estos infames regímenes? ¡Pues que todos surgieron de revoluciones sociales violentas!

De acuerdo con ambos académicos, cuando se analizan los datos desde el año 1900, es posible observar que -comparados con democracias y dictaduras- “los gobiernos fundados por una revolución social, sin importar la ideología, probaron ser consistentemente y sorprendentemente más longevos”.

De acuerdo con sus últimas mediciones, “sólo el 19 por ciento de las dictaduras no-revolucionarias sobreviven 30 años. Pero la gran mayoría de los estados revolucionarios -el 71 por ciento- lograron superar esta marca”.

Y claro… basta revisar las cuentas para ver la veracidad de este argumento. La Unión Soviética y sus satélites duraron casi 70 años, pero China y Corea del Norte ya los superaron; Cuba ya sobrepasó los 60; la revolución teocrática de Irán ya es cuarentona. Y cómo olvidarnos de México, que con la originalidad originalísima de su revolución instauró un modelo político que sobrevivió 71 añotes. 

Por contraste, el sádico régimen de Idi Amin Dada -por poner un ejemplo al azar- duró ocho años, y la democracia en Egipto apenas uno. 

Lo interesante es reconocer que en un mundo de cataclismos políticos y revueltas sociales, los regímenes revolucionarios logran mantener una aparente estabilidad. Existen diversas razones que explican todo esto, pero la falta de espacio me obliga a dejar esta explicación para la siguiente columna. ¡Se aguantan!

2/8/21

ASESINAR AL FUTURO

En México estamos petrificados en el ámbar de la historia, enfocados en celebrar nuestro pasado de “resistencia”; celebrando las virtudes de los hidrocarburos; y encumbrando a héroes históricos que nada aportan a nuestro futuro.

Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú


Es muy agradable cuando la realidad te corrige la plana. Confieso que en mi columna anterior (Vértigo 1061: “¿Quién habla por el futuro?”) permití que mi pesimismo se llevará lo mejor de mi texto. Les recuerdo:

Hablando del Future Design, un experimento en política pública iniciado en Japón, concluí que cómo especie humana somos incapaces de sobrepasar nuestro egoísmo y fijación en el corto plazo para preocuparnos por el mundo que dejaremos a las generaciones futuras.

De pronto… ¡Un macanazo de realidad! El 14 de julio, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, publicó un tuit donde resumía la nueva visión de la Unión Europea para los años próximos: “Podemos elegir una forma de vida mejor, más saludable y más próspera. Salvar el clima es nuestra tarea generacional. Debe unirnos y animarnos. Se trata de asegurar el bienestar y la libertad de nuestros hijos. No hay tarea más grande y noble”. ¡Ay goey! ¡Ejemplo loable de mi periodismo adelantador!

Y en efecto, poco antes de ese tuit, la UE había anunciado su revitalizado plan para reducir sus emisiones de carbono y lograr “cero emisiones netas” para el 2050. Al final, alguien sí hizo su tarea y tomó el ejemplo del Japan’s Future Design. ¡Bien por Europa!

Con esto en mente, quiero regresar al texto referido en mi columna anterior (“How to be a Good Ancestor” de Sigal Samuel) para reforzar el aspecto ético y moral que debe ser intrínseco al considerar nuestras acciones presentes y su impacto en el futuro.

Primero dos conceptos básicos para entrarle al tema: la distancia espacial y la distancia temporal.

Entender el primero es muy sencillo. Samuel cita un ejemplo planteado por la filósofa Hilary Greaves de la Universidad de Oxford: si vas caminando y ves a un niño ahogándose en un río, al cual puedes rescatar sin mayor problema, lo moralmente correcto sería que lo hicieras. Todos de acuerdo (¡Espero!). Pero qué sucede si esto ocurre al otro lado del planeta (digamos en China). ¿Esperarías que un adulto que vaya pasando también ayude al niño chino en peligro? Si no eres un monstruo, responderás que ‘sí’. Esto, apunta Samuel, significa que “la distancia espacial es moralmente irrelevante”.

¿Pero qué pasa con la moralidad temporal? Aquí las cosas se ponen interesantes. Samuel cita un ejemplo un poco más extremo del filósofo Roman Krznaric: Si consideras reprobable colocar una bomba en un tren que matará a un montón de niños hoy, también está mal si la bomba va a detonar en 10 minutos o 10 horas o 10 años. En otras palabras, la distancia temporal entre una acción y su consecuencia es también moralmente irrelevante.

Aquí se encuentra el imperativo moral que tenemos hacia las generaciones próximas. Si sabemos que nuestras acciones y actitudes serán una bomba en el futuro, lo moralmente correcto sería “desactivar” este escenario catastrófico y evitar el sufrimiento o muerte de millones de personas que quizás ni siquiera han nacido. No hacerlo sería aumentar la carga de explosivos en ese hipotético tren que -tarde o temprano- sabemos que va a detonar.

Algunos países ya empiezan a tomar esta perspectiva moral. Suecia tiene su “Ministerio del Futuro” dedicado a crear políticas públicas de largo plazo; Gales y los Emiratos Árabes Unidos cuentan con una agencia similar. Algo es algo, pero no es ni siquiera suficiente.

De México mejor ni hablar. Aquí estamos petrificados en el ámbar de la historia, enfocados en celebrar nuestro pasado de “resistencia”; celebrando las virtudes de los hidrocarburos; y encumbrando a héroes históricos que nada aportan a nuestro futuro.

Cada día ponemos una pieza más en la bomba climática que estallará dentro de 20 o 30 años. Pero pueden dormir tranquilos en sus huipiles nacionalistas, sabiendo que gran parte de este mecanismo explosivo será “Made in Mexico”.