24/10/22

EL TRÓPICO DE TRUMP

La elección en Brasil recuerda a lo que vivió Estados Unidos en 2016, donde dos candidatos defectuosos eran considerados similares.


Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú

Brasil está al borde del abismo. La elección presidencial a inicios de octubre demostró nuevamente lo inexactas que puedan ser las encuestas y las opiniones de los dizque expertos. El expresidente Lula da Silva no arrasó; el actual mandatario Jair Bolsonaro se refuerza para ganar la segunda vuelta; y lo que ocurra el a finales de este mes determinará no sólo el futuro de la mayor democracia en América Latina (y la cuarta a nivel global), sino del planeta entero. 

La tragedia más inmediata es que -como suele suceder en numerosos procesos electorales- la sociedad brasileña se enfrenta a una disyuntiva entre dos candidatos corruptos, polarizantes y controversiales. Como solemos decir en México: tienen que elegir al menos pior.




Pero así como hasta en los perros hay razas y hasta la basura se separa, debemos de entender que las diferencias entre Lula y Bolsonaro no son menores y que elegir a uno sobre otro tiene consecuencias trascendentales. Veamos:

Lula dirigió Brasil en una época de bonanza debido a los altos precios del petróleo y de las materias primas. Con el viento a favor, su presidencia vio una reducción notable de la pobreza y un alza en los indicadores sociales y económicos. ¿Sus errores? Amiguismo y corrupción. Lula fue señalado en la masiva operación anticorrupción “Lava Jato”, de nexos inconfesables entre Petrobras (la paraestatal petrolera), diversas empresas constructoras y su persona. Al final, fue condenado a 12 años de prisión, una sentencia que fue derogada al poco tiempo por fallas al debido proceso.

Pero Bolsonaro es de otra estirpe y de otro calibre. Este señor no sólo es un misógino y un nostálgico por la cruenta dictadura militar de Brasil, sino que parece dispuesto a hundir a la democracia brasileña en aras de mantenerse en el poder. 

Las señales existen desde hace tiempo. En 2018, antes de ganar su primera elección, comentó que no aceptaría “un resultado electoral que no sea mi propia victoria”. Tres años después, en plena campaña por su reelección,  indicó que “existen aquellos que piensan que pueden quitarme la presidencia (...) A ellos les digo que sólo tengo tres destinos: arresto, muerte o victoria. Y díganle a esos bastardos que nunca seré arrestado (...) sólo Dios puede quitarme de la presidencia”.

Pero esto no es lo peor. Porque aún dejando a la democracia de lado, Bolsonaro representa un peligro para la supervivencia del planeta. Desde que asumió el poder, el ritmo de deforestación en el Amazonas ha incrementado en un 60%, de acuerdo con el analista Jams Bosworth. Sumado a esto, mantiene una relación cercana con el gigantesco sector ganadero y minero, a quienes ha dado carta blanca para deforestar, quemar y destruir enormes zonas de reserva natural. Sumado a lo anterior, Bolsonaro ha eliminado gran parte del presupuesto de las agencias enfocadas en la protección del ecosistema, hostigando a los activistas ambientales e incluso minimizando cuando alguno de ellos es asesinado.

El daño causado al Amazonas no será fácil de revertir incluso si la mismísima Greta Thunberg fuera la presidenta de Brasil. Numerosos expertos ya advierten que estamos muy cerca de un “punto de no retorno”, momento en el cual la devastación será tan profunda que la selva pierde la capacidad de recuperarse. Pero una reelección de Bolsonaro sería el último clavo en este ataúd, llevando al mundo a una verdadera catástrofe ecológica.

La elección en Brasil me recuerda a la que vivió Estados Unidos en 2016, donde dos candidatos defectuosos eran considerados similares. Lula -como Hillary Clinton- quizá traiga consigo amiguismo y corrupción a su presidencia; pero Bolsonaro -al igual que Donald Trump- representa un verdadero peligro para su democracia, para su sociedad y para la civilización humana.

De Trump logramos librarnos en el 2020, esperemos que Brasil haga lo propio con Bolsonaro a finales de este mes. De lo contrario… ¡Que Dios nos agarre confesados!

9/10/22

MÉXICO Y LA URSS: ¿ORIGEN ES DESTINO?

Al final, México y Rusia se vuelven hermanos de un mismo padecimiento: para ciertos países, origen es destino.


Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú

La muerte de la Reina Isabel II vino a poner el último clavo en el ataúd del siglo XX; el penúltimo, -si no llevan la cuenta- lo había puesto Mikhail Gorbachev cuando murió a finales de agosto. Visto de lejos, el deceso de ambos mandatarios marca el final de dos regímenes que dominaron gran parte del mundo durante los últimos 100 años: el comunismo internacional y el imperialismo británico.

Ríos de tinta se han escrito ya sobre Isabel II: sobre las rabietas del nuevo rey, sobre la supervivencia de la monarquía, sobre el futuro del Reino Unido… Pero una reflexión más jugosa nos ofrece el deceso Gorbachev, que a pesar de recibir decenas de obituarios, no obtuvo toda la atención necesaria porque la Reina Chabela lo alcanzó en el más allá apenas 8 días después. 

En concreto me llama la atención el tema de las oportunidades históricas perdidas. En el caso soviético -quizá por idealismo, quizá por ineptitud- Gorvachev buscó liberalizar el sistema político de su imperio comunista y terminó por causar su implosión. Lo que siguió fue una década turbulenta que sacudió la política de la Federación Rusa y destruyó su economía. 

Dentro de este caos que marcó a la década de 1990, pudimos ver el nacimiento, crecimiento y muerte del proceso democratizador en Rusia, el cual concluyó finalmente con el auge de Vladimir Putin, un autócrata que mantiene un control férreo del poder 22 años después.

Toda proporción guardada, creo que existe un paralelismo con México. Habiendo pasado también 70 años de dictadura (distinta a las siete décadas de autoritarismo soviético, sin duda), aquí en México iniciamos nuestra transición democrática justo cuando Putin ascendía al poder. Muy similar al caso ruso, las ilusiones democráticas para México también fueron desbordadas.

Pero también similar al destino de Rusia, aquí nuestros políticos igualmente malbarataron esta oportunidad histórica. Rápidamente caímos en cuenta que la democracia no era ninguna panacea, sino un proceso caótico al que no estábamos acostumbrados. Los poderes arcaicos (mafias, sindicatos, etcétera) seguían paralizado al país; los partidos políticos se volvieron una clase oligárquica y repartieron el poder entre ellos; el crimen organizado arrasó con miles de vidas y comercios. Y así, a 22 años de la transición democrática, México vuelve gradualmente a su origen centralista y autoritario. 


¿Qué fue lo que ocurrió? Más allá de la ineptitud política que caracterizó a esta etapa democrática, todo parece indicar que nuestra sociedad -al igual que la rusa- simplemente no tenía las bases culturales adecuadas para hacer florecer una democracia liberal. 

Cuando se le pregunta hoy a los mexicanos sobre este tema, parece que transitamos por un momento esquizofrénico. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Cultura Cívica del INEGI (2020) los mexicanos en su mayoría (65.2%) prefieren un gobierno democrático por encima de cualquier otro. Sin embargo, un 31% considera que un gobierno no demorático puede ser mejor o que simplemente les “da lo mismo”. 

A esto sumemos que un 77.5% aceptan de un gobierno “encabezado por un líder político fuerte” (¿Tipo Vladimir Putin?) y un 40.1% aceptaría vivir bajo un régimen encabezado por militares. ¡40 por ciento!

Esto deja en claro que la cultura democrática no logró permear en estas dos décadas. De hecho, sólo el 73.4% de los mexicanos dice saber qué significa la democracia… ¡En pleno siglo XXI! También deja en claro que ante la falta de prosperidad y soluciones, la población regresa a lo que conoce: a un poder centralizado y protector que ponga orden.

Al final, México y Rusia se vuelven hermanos de un mismo padecimiento: para ciertos países, origen es destino. Sólo queda preguntarnos si la Historia nos ofrecerá una segunda oportunidad para democratizar y liberalizar a nuestras sociedades.