En esta segunda parte de la historia nos centraremos en la erosión y colapso de la confianza hacia la clase política y los medios de comunicación. Factores que gestaron un permanente estado de paranoia y abrieron la puerta al racismo, la xenofobia y toda clase de teorías de conspiración.
Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú
En mi columna anterior iniciamos un recorrido por los últimos 20 años de la historia estadounidense para revelar un hilo conductor que conecta a los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001 con la insurrección del 06 de enero de 2021. Esta historia está basada en el documental de la PBS titulado “America After 9/11”.
En nuestro primer capítulo analizamos el auge y caída del “excepcionalismo americano”, idea que colocaba a Estados Unidos como actor central y líder en la promoción de la democracia y la libertad en todo el mundo. ¿Por qué murió esta visión utópica? Porque la guerra “justa” en Afganistán se transformó en un conflicto global contra el terrorismo, trastornando el mesianismo democrático en una maquinaria bélica de muerte, terror y tortura.
En esta segunda parte de la historia nos centraremos en la erosión y colapso de la confianza hacia la clase política y los medios de comunicación. Factores que gestaron un permanente estado de paranoia y abrieron la puerta al racismo, la xenofobia y toda clase de teorías de conspiración.
El origen de esta erosión de la credibilidad se encuentra en los meses previos a la invasión de Irak. En este periodo de tiempo, prácticamente todos los políticos y todos los medios de comunicación se embriagaron con la idea de que Saddam Hussein poseía armas nucleares, lo cual justificaba una intervención militar en aquel país.
En aras de este nacionalismo ardiente y ciego, nadie cuestionó la narrativa planteada por la administración de George W. Bush. Los medios de comunicación se autocensuraron y silenciaron a periodistas escépticos; cualquiera que levantara dudas era acusado de traidor o poco patriótico. Incluso los Demócratas más prominentes como Hillary Clinton, John Kerry y Joe Biden se sumaron a la locura. Esta corriente arrastró al Secretario de Estado -el otrora intachable Colin Powell- a mentir frente a la ONU sobre supuestas armas nucleares en Irak.
Ahora sabemos que todo fue una farsa: una farsa que terminaría por causar un descalabro en la credibilidad internacional de Estados Unidos, y que pulverizó la credibilidad en el establishment político y mediático. La pregunta en la mente de todos era: “¿Y ahora en quién puedo confiar?”. Claramente no en los Republicanos, autores de este fiasco. Pero tampoco en los Demócratas, que votaron por la guerra. Y mucho menos en los medios de comunicación, que promovieron esta mentira durante meses.
Este estigma jamás se borraría. Y llevó a que la sociedad creyera que el gobierno mentía sin descaro y que los medios encubren y promueven estas mentiras. Aunado a esta realidad estaba el desastre bélico en Irak. Con decenas de muertes diarias en el campo de batalla, cualquier ilusión que quedaba sobre las “transformaciones democráticas” murió: ahora el mundo islámico era visto como un enemigo que debía ser eliminado pues era imposible de “transformar”.
En la sociedad germinaron ideas de venganza, racismo y xenofobia. El enemigo no sólo estaba en el Medio Oriente, era cualquier “otro” dentro de Estados Unidos: árabes, musulmanes, extranjeros o inmigrantes... todos potenciales “terroristas”. Estos “otros” podrían ser tus compañeros de trabajo, alguien que te atiende en un restaurante o incluso tus propios vecinos.
Con la confianza destruida en las instituciones y una sociedad traumatizada por el miedo y las horribles escenas de guerra, el tejido social comenzó a rasgarse y envenenarse. Todo esto sería aprovechado magistralmente por Donald Trump para ganar la elección del 2016 y -tras inyectar mayores dosis de paranoia y conspiracionismo- acabaron por polarizar a la sociedad y enfrentarla entre sí misma.
Pero eso será en el tercero y último capítulo de esta historia. ¡Hasta entonces!