26/10/15

EMPATÍA POR EL DIABLO

Existe un gran problema con el recuerdo colectivo. Porque olvidar la historia se ha convertido en la manera más sencilla para evitar los temas que más nos duelen como sociedad.


Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú

Al momento de repasar nuestras vidas, seguro hemos entrado a un mundo dantesco de donde surgen recuerdos que mejor deberían ser incinerados en el horno del olvido. En mi adolescencia, hay tantas noches de rocanrol, psicodelia y otros excesos suficientes para llenar una larga lista de infamias que, de ser públicas, seguro mancharían mi apellido para la posteridad.

Retomo el porte y me percato que sólo a partir del análisis crudo de mi pasado es posible encontrar las enseñanzas a las que se refieren los hombres ilustres. Sin historia no hay aprendizaje, y sin aprendizaje ningún tipo de sabiduría o progreso.

Esta misma filosofía debería extenderse a sociedades y a países enteros. Aunque por extrañas razones, encontramos en cambio a un mundo que no sólo evita recordar, sino que se esfuerza por ocultar o maquillar su pasado.

Primer ejemplo: a finales de julio pasado, el tabloide británico The Sun develó un video donde aparece la reina Isabel II y su familia practicando el infame saludo Nazi usado para glorificar a Hitler. La realeza británica no tardó en protestar, abogando que el video data de 1933, cuando la reina tenía apenas 7 años: la chamaca no podía saber lo que hacía. Pero más allá del morbo, lo que este video muestra es a una monarquía británica en buenas relaciones con el nazismo, y nos remite a un momento donde parte de la sociedad inglesa consideraba a las políticas de Hitler como el camino para crear un mejor futuro.


En México, es trillado decir que vivimos en una nación habitada por fantasmas de héroes y villanos: los primeros tallados en bronce y los segundos condenados a la ignominia eterna. Hace apenas un mes, el periodista Sergio Sarmiento criticaba el rechazo generalizado que aún existe hacia Agustín de Iturbide. A dos siglos de distancia, nos sigue causando angustia reconocer a este criollo con pretensiones napoleónicas como nuestro verdadero “padre de la patria”.

El problema es que olvidar la historia se ha convertido en la manera más sencilla para evitar los temas que más nos duelen como sociedad. Y esto no es exclusivo de México, pasa lo mismo con Alemania (el nazismo), Estados Unidos (la esclavitud) y España (el franquismo). 

El escritor Javier Cercas se aventura a una explicación, indicando que cuando el pasado no nos gusta, tendemos a esconderlo o ignorarlo, ya que en realidad la verdad no nos gusta: como sociedad preferimos las mentiras. Sin embargo, agrega el autor español que nuestra ceguera por el pasado “nos deja inermes y del todo vulnerables a la fascinación épica y al idealismo sentimental y embustero de los periódicos, así como a los infatigables vendedores de paraísos”.

Porque destruir la historia, por buena o mala que sea, evita que podamos conocer más de nosotros mismos y aprender del pasado colectivo. Debemos aceptar y reconocer incluso nuestros peores momentos, para saber cómo evitarlos en el futuro. No olvidemos tampoco que muchas ideologías que ahora consideramos indefendibles se encuentran aún entre nosotros, esperando una nueva crisis para salir a presumirnos sus nuevas esvásticas.

No por nada en México hay quien pide el regreso de un “hombre fuerte” para restablecer la paz y el orden. Pero por andar buscando al nuevo Benito Juárez, seguro que terminamos con un Santa Anna o un Echeverría. 

¡Lo que nos faltaba!

Esta columna se publicó originalmente en Vértigo.

20/10/15

Apocalipsis Ahora

No hay duda que uno de los aspectos más extraños de nuestra especie -aparentemente racional- es la fijación y el fetichismo que tenemos con la idea del fin del mundo.


Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú

Uno de los aspectos más extraños de nuestra especie –aparentemente racional-, es la fijación y el fetichismo que tenemos con la idea del fin del mundo. 

Reconozco que durante siglos, cuando la sociedad aún era supersticiosa y preIlustrada, la noción del fin del mundo pudo estar muy en boga. Imagine por un momento que es usted un campesino en la Europa medieval. Sin el mínimo conocimiento científico de la naturaleza, ¿cómo explicar la peste bubónica, los cometas, los eclipses o una inundación masiva?: todo era señal del fin de los tiempos.

Hoy es fácil reírse de esas cosas y calificarlas de idiotas. Porque claro, ahora vivimos en una civilización avanzada: tenemos Internet, la pastilla anticonceptiva, alfabetismo generalizado; hemos erradicado enfermedades, e incluso observado los rincones más lejanos del Cosmos. Sería impensable que creamos todavía en tonterías similares a las del Medievo.

Tristemente, en pleno siglo XXI seguimos aceptando sin chistar las ideas más absurdas y descabelladas. Y si a estos disparates los condimentamos con el prospecto del fin del mundo, entonces estamos de frente a un gigantesco bestseller, con amplias posibilidades de terminar como multimillonaria producción de Michael Bay.

Ejemplos de nuestras manías colectivas abundan: desde la secta Davidiana en Waco, Texas; la religión-ovni de Heaven’s Gate en California; hasta el terror del año 2000, cuando todos esperamos como tontos el inminente colapso de las computadoras. El caso más reciente de estos atropellos a la razón fue en el 2012, cuando el mundo entero se cautivó por la inevitable destrucción del planeta, ya que así lo habían predicho (ni más ni menos) que los mayas. ¡Hágame usted el recabrón favor!


Esto nos obliga a preguntar de dónde surge nuestra fascinación por ideas apocalípticas; y para responder esto, yo apuntaría al sospechoso habitual de muchas ideas extrañas que aún perduran: las religiones organizadas. Porque desde el Zoroastrismo en Persia hasta las corrientes judeo-cristianas ahora globalizadas, la mayoría de las religiones han tenido una fascinación por el fin de los tiempos; por llegar a esa culminación cósmica donde la luz destruye a la oscuridad; donde la cizaña es lanzada al fuego; donde los elegidos son salvados por un Mesías que regresa a impartir justicia divina. Las variaciones dependen de la sucursal religiosa más cercana.

Si dudan de esta hipótesis, basta mencionar que en el 2013 el Pew Research Center reveló que el 43% de los estadounidenses creían que el mismísimo Jesucristo regresará a la Tierra antes del año 2050, lo que significa la llegada del Juicio Final. ¿Así o más claro, señores?

Ahora bien, yo seré el primero en defender que una sociedad libre, todos tenemos el derecho de creer y pensar lo que nos venga en gana. Pero mientras nos entretenemos con las profecías de Nostradamus o la Virgen de Fátima, nuestro planeta enfrenta verdaderos problemas que podrían convertirse en catástrofe: proliferación nuclear, terrorismo, la destrucción del medio ambiente, el cambio climático, y muchos etcéteras.

Si queremos seguir creyendo ideas absurdas, estoy seguro que nuestro Apocalipsis no llegará en la forma de cataclismo cósmico: será una consecuencia inevitable de nuestra propia estupidez.

Una versión de este texto apareció originalmente en Vértigo.

14/10/15

Breve tratado sobre la menstruación

El rechazo social hacia la menstruación no responde a ningún tipo de lógica, sino a un sistema ideológico apoyado en la opresión masculina y en la estructura patriarcal sobre la cual se funda nuestra sociedad.


Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú

¿Cómo hablar de la menstruación sin caer en la ignominia pública? Esa es la pregunta que me ha perseguido en los últimos días, sabiendo que al escribir sobre el tema posiblemente me desplome en los desfiladeros de la ignorancia o la miopía masculina. 

Aún así, la pregunta es relevante: ¿Qué carajos hago escribiendo sobre menstruación, si éste es un tema (aparentemente) exclusivo de los círculos femeninos? 

La realidad es que hablar de la menstruación presenta interesantes aristas que impactan a todo el mundo, y no sólo a la mitad de la población. Y aunque pueda decirse que este tema ni me afecta personalmente ni me incumbe íntimamente, ¡pues me vale! Aún así considero importante hablar de esto.

Porque no estamos hablamos de algo marginal: la menstruación es algo experimentado por todas las mujeres durante gran parte de su vida. Y aún siendo un suceso tan cotidiano, la simple mención de la palabra “menstruación” (o la descripción gráfica de sus síntomas) sigue envuelta en un velo de misticismo. O bueno, si vives en algún país islámico o en alguna sociedad retrógrada, será entonces un tema tratado con absoluto repudio y asco.

La cuestión es la siguiente: ¿cómo es posible que una condición que se manifiesta en la mitad de la población siga siendo tabú en todo el mundo? Me aventuro a una respuesta: es porque la menstruación sólo afecta a las mujeres. Si fuera una condición masculina, seguro existirían distintos parámetros para tratar el tema.

Éste es precisamente el argumento que propone Gloria Steinem en su célebre artículo If Men Could Menstruate; escrito hace 40 años pero igual de relevante como si lo hubiera escrito ayer. 

Steinman nos invita a imaginar un mundo donde mágicamente las mujeres dejaran de menstruar, y fueran los hombres quienes tuvieran que experimentar este sangrado mensual. 

Sus conclusiones merecen ser presentadas a detalle:

Si los hombres menstruaran, dice ella, la menstruación se convertiría en una condición envidiable: sería un evento para presumir con amigos en la cantina o alardear con colegas en la oficina. Se harían fiestas de “primera menstruación” con la familia, anunciando que por fin un joven se convierte en hombre y entra a su adultez. 

Los militares y conservadores citarían a la menstruación como requisito para servir a Dios y a su país en una guerra (“hay que dar sangre para poder quitar sangre”). Los cristianos y otros fundamentalistas religiosos harían sus analogías metafísicas (“Similar a los hombres, Jesús dio su sangre por nuestros pecados”); y algunos sectores de la sociedad catalogarían a las mujeres como “sucias” por no tener la capacidad de purgar sus impurezas cada mes.

Los hombres presumirían que el sexo es más placentero en ese periodo del mes; los intelectuales argumentarían que sin la capacidad para medir biológicamente los ciclos de la luna, una mujer jamás podría dominar materias que exigen la comprensión del tiempo, el espacio y las matemáticas. Las mujeres estarían por siempre desconectadas de los ritmos cíclicos del universo.

Por su parte, las escuelas de medicinas limitarían el acceso a las mujeres, ya que “podrían desmayarse ante la presencia de sangre”. Y a las lesbianas se les acusaría de tener un repudio por este líquido y que probablemente lo único que necesiten sea estar con un hombre que menstrúe bien, para así rectificar su sexualidad.

Finalmente, la menopausia sería celebrada como el término de una serie de ciclos de aprendizaje en la existencia de un hombre, que finalmente llegan a su final tras una larga vida.


El mensaje de Gloria Steinem es clarísimo: el rechazo social hacia la menstruación no responden a ningún tipo de lógica, sino a un sistema ideológico apoyado en la opresión masculina y en la estructura patriarcal sobre la cual se funda nuestra sociedad. 

De esta ideología de dominación surgen los discursos que nos rigen. Muy similar a la creencia de que una piel blanca es superior a otras, (cuando lo único que causa es que seas más susceptible a los rayos ultravioleta del sol), de ese mismo discurso opresivo surge el rechazo a la menstruación. Insisto… a esto no hay buscarle lógica.

Una solución a este embrollo podría ser la siguiente: si la menstruación se presenta como un problema en la vida de millones mujeres, basta con utilizar un dispositivo intrauterino (DIU) para olvidarse –prácticamente- de la menstruación por años. Porque de acuerdo con el consenso médico contemporáneo, el uso de un DIU podría evitar la menstruación por completo, tomando en cuenta que realmente no existe razón médica para que las mujeres tengan que menstruar cada mes. 

Por lo tanto, la simple manipulación del sistema reproductivo con un pequeño aparato en forma de “T” no sólo protege contra embarazos por más de 10 años, sino que podría evitar la menstruación por completo sin ninguna consecuencia médica; ahorrando así a millones de mujeres tiempo, dinero, dolor y estrés.

Me queda claro que ésta es sólo una solución práctica, y que finalmente no resuelve el problema de fondo. Porque el rechazo hacia la menstruación se mantendría vigente en nuestra sociedad. 

Aunque bueno, es claro que hablar de la menstruación se ha liberalizado en las últimas décadas –y ahora podemos ver anuncios de la nueva Cotex con adolescentes felices, saltando en la cama, ligando en el antro o andando en bicicleta (¿qué no eran días terribles para ustedes?)-. Pero la realidad es que este mensaje sigue sin reflejarse en el discurso público o en las conversaciones cotidianas. 

Para resolver este problema, se requiere comenzar a hablar abiertamente de este tema, con la libertad y normalidad que exige un evento que no sólo es común, sino completamente natural.

Porque seamos realistas, esperar a que la sociedad cambie por sí sola su percepción hacia la menstruación sería como esperar a Godot. Y para que de pronto los hombres comprendan lo normal y natural que es esta condición, tendríamos que vivir en ese mundo distópico donde mágicamente comiencen a menstruar.

Y eso sí, compañeras… ¡Gracias, pero no gracias!

Este artículo se publicó originalmente en Púrpura

4/10/15

Happiness is a warm gun

Todos los padres repiten el mismo mantra: "quiero que mi hijo sea feliz". Pero no se han percatado que la felicidad es algo que se construye, no que se impone.


Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú

Es imposible negar que vivimos en una sociedad obsesionada con la felicidad. Basta con observar las fotografías de nuestros amigos en Facebook; hojear los miles de libros de “autoayuda”; o analizar cualquier comercial de cerveza, desodorante, detergente, salsa de tomate o condones, para concluir que si no eres una persona feliz y sonriente, probablemente seas un tonto que vive en el error.

Sin embargo, me parece relevante cuestionar si la felicidad es realmente el objetivo máximo al que debamos aspirar en la vida, o peor aún, heredarlo a nuestros hijos. No me malinterpreten, ilustres lectores, no estoy proponiendo que vivamos en un mundo dantesco de perpetua amargura, ni que criemos niños nihilistas. Simplemente cuestiono si ser felices es por sí mismo un destino al que todos busquemos llegar con arrebatado ímpetu. 

El tema de la felicidad es muy vasto y resultará imposible analizarlo en su totalidad aquí. Aún así, creo que es posible explorar una de las aristas más comunes que se observa en nuestra sociedad contemporánea: la fijación fetichista de los padres por asegurar la felicidad de sus hijos.

La escritora Jennifer Senior argumenta en su libro “All Joy and No Fun”, que la noción de ser padres en el siglo XXI se ha convertido en un auténtico calvario de angustia y estrés. Esto se debe a que el rol de padres e hijos se ha transformado radicalmente en las últimas décadas. Hace apenas 70 años, en los países “avanzados” de Occidente podíamos ver a niños trabajando en fábricas, vendiendo periódico o pasando el día entero en los campos de cultivo. En aquellos años, los infantes eran reconocidos más por su valor económico que por sus risueñas sonrisas.


Hoy el mantra que todos los padres repiten es el mismo: quiero que mi hijo sea verdaderamente feliz. Esto, sin embargo, los ha convertido en prisioneros de una ciega ambición. Pues en esa carrera hacia el fondo por inculcar una idea abstracta de felicidad en sus hijos, han caído víctimas de una realidad muy cruel: la felicidad es algo que se construye, no que se impone. 

Porque si somos honestos, podemos ver que todos los intentos de nuestros padres por asegurar nuestra felicidad terminan por estrellarse con la realidad del mundo. En este planeta voraz, insensible y caótico, de poco sirven las muñecas o los carritos que nuestros padres nos hayan comprado. Al crecer, lo único que nos queda son los valores y el instinto de supervivencia que nos transfirieron.

Volviendo con Jennifer Senior, ella propone abandonar esta desesperada batalla por producir niños felices. Resulta un objetivo más loable educar hijos virtuosos, productivos y empáticos hacia el mundo: solamente así podrán ellos buscar su propia felicidad en el futuro.

Me queda claro que ningún padre puede evitar el deseo de ver a sus hijos felices. Pero en lugar de cargar con esa inútil cruz, busquen mejor hacer de sus hijos personas morales y decentes. Porque entre más intenten imponer su tonto sentido de felicidad en ellos, más niños descompuestos vamos a tener en este mundo. Y si me preguntan a mí, creo que ya tenemos suficientes de esos rondando nuestras calles.

¿No lo creen?

Una versión de este texto fue publicado originalmente en Vértigo.

1/10/15

Una rosa por cualquier otro nombre

Para muchas personas, la vida parece ser muy cruda para describirla de manera directa; por lo tanto, se inventan un lenguaje destilado y descafeinado, para así maquillar a la realidad.


Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú

LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
George Orwell, 1984

Existe una perversa tendencia social que se ha venido desarrollando sutilmente en los últimos años. De forma gradual, algunas palabras que todos conocíamos y aceptábamos fueron suplantadas por conceptos cada vez más complejos, ambiguos, y -según sus promotores- socialmente aceptables. Para los defensores de esta neolengua, parecería que la vida es simplemente muy cruda para describirla de manera directa; y por lo tanto, se necesita enfrentarla con un lenguaje destilado y descafeinado, para así maquillarla y embellecerla.

Si lo piensa por un momento, se podrá dar cuenta que en el México contemporáneo hemos dejado de tener ancianos o viejos, y en su lugar convivimos con “personas de la tercera edad”. Todos los ciegos se han convertido en gente “con impedimentos visuales”; los diabéticos, en “personas que viven con diabetes”; y los sordos, en “personas con discapacidad auditiva”. Al voltear a nuestro alrededor, nos percatamos también que vivimos en un país sin pobres, pues ahora México tiene “miembros de las clases sociales desfavorecidas”. Los vagabundos se fueron de la ciudad, y ahora quedan “personas en situación de calle”. Y ni hablar de los paralíticos, ellos también huyeron del país, dejando en su lugar a “personas con capacidades especiales”. Los ejemplos son innumerables.


Algunos dirán que este nuevo lenguaje busca evitar la discriminación y la exclusión hacia ciertas minorías o “grupos especiales” (otro ejemplo más). Pero esto no tiene sentido, porque los conceptos por sí mismos no cargan con un peso o un juicio moral: son el uso y el contexto los que llenan de significado a las palabras. Ahora bien, me queda claro que existen palabras que son utilizadas exclusivamente para violentar y agredir; y que hay todo un lenguaje que fue creado con la única intensión de humillar, discriminar u ofender. Pero aquí no estamos hablando de eso.

Aquí estamos hablando de palabras neutrales, descriptivas y en lo absoluto discriminatorias. Incluso en la misma Biblia, ese libro que es fuente de (dudosa) moralidad para millones, se menciona que Jesús va por toda la antigua Palestina curando a ciegos y paralíticos. Sí… a ciegos y paralíticos. No va curando milagrosamente a gente con “capacidades motrices especiales” o a personas “con impedimentos visuales”. ¡No señor! Ciegos y paralíticos. Así de simple: palabras directas, honestas y claras.

Al final, creo que nuestro idioma no debería sufrir por culpa de consciencias fácilmente escandalizadas. La simple verdad es que cambiar el lenguaje no cambia la realidad o la condición de las personas. Cambiar el lenguaje sólo confunde lo real y termina por enturbiar nuestro entendimiento de las cosas. Porque seamos realistas, aquel que quiere discriminar o ser racista, lo hará con las palabras que le pongas en frente.

Las nuevas generaciones dirán que al claudicar al significado de las palabras están evitando ofender a terceros. Pero si se fijan bien, este camino nos puede dejar incluso peor que antes, y pasar de ser una sociedad con ciegos y viejos a una con cieguitos y viejitos.

¡Faltaba más!



Una versión de este texto se publicó originalmente en Vértigo.