18/2/13

La balada del cobarde Joe y el extravagante Kim

Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) y Kim Jong-un (tiranillo de Corea del Norte) no son tan distintos como una creería: ambos ostentan el poder absoluto en los pequeños feudos que controlan.



Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú

"El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente."
- John Dalberg-Acton

La frase citada previamente se ha establecido como necio cliché en la mayoría de las esferas académicas y políticas de la sociedad contemporánea. No hay duda que todos hemos escuchado dicha expresión (o algún derivado de la misma) y la hemos aceptado sin demasiado problema; en parte porque jamás faltan ejemplos históricos en donde el poder ha llevado a hombres y mujeres por los escabrosos caminos del narcisismo, la corrupción o el crimen. 

A diferencia de aquél momento cuando escribía Dalberg-Acton (su célebre máxima fue formulada en 1887), resulta evidente que el concepto de “poder absoluto” es algo sumamente raro de encontrar en estos días. En completo contraste con los siglos anteriores, el XXI comienza con la democracia liberal como sistema político dominante en el planeta y esta nueva realidad geopolítica se ha encargado de acotar poco a poco el ecosistema que sirve de hábitat para la terrible especie conocida como “los dictadores”. Podríamos incluso ir un paso más lejos y aventurar que la familia de los “dictadores absolutos” se encuentra en peligro de extinción y en rápido proceso de desaparecer por completo. 

Sin embargo, en el panorama internacional contemporáneo existen todavía algunos especímenes que nos permiten apreciar, -como si analizáramos fósiles prehistóricos-, las rarezas y peculiaridades de la vida en un Estado totalitario. Dos ejemplos que sobresalen en este reliquiario político son la República Popular Democrática de Corea (Corea del Norte para la mayoría del público) y el Estado de la Ciudad del Vaticano: el primero gobernado por un bufón maniaco y el último por un tibio y cobarde emisario de dios.

Siendo realistas, incluso cuando los sistemas que rigen a ambas naciones son lo más cercano a un régimen totalitarista, los líderes al frente de dichos Estados han demostrado una profunda mediocridad personal y una impotencia por ejercer el enorme poder que les ha sido conferido. Lejos han quedado los grandes tiranos como Alejandro III de Macedonia, Maximilien Robespierre o Vladimir Ilyich Ulyanov, que con consecuencias positivas o negativas para la humanidad, lograron moldear el status quo de la época e imponer un nuevo zeitgeist que revolucionó a su mundo. 

Bajo ningún parámetro de medición podríamos considerar que las acciones de Kim Jong-un en Corea del Norte y de Benedicto XVI en el Vaticano se asemejan a las proezas de los tiranos de antaño. Ambos líderes se han mantenido inertes a los cambios sociales, políticos y económicos que transforman diariamente la cultura global, e incluso es posible catalogarlos como un genuino estorbo para el avance de la civilización. 


En el caso de Corea del Norte, el régimen absolutista de Kim Jong-un permite vislumbrar muy escasas luces para mantener el optimismo; pues sumado a su férreo seguimiento de la ideología Juche, -legado infame de su abuelo- el pequeño Kim mantiene a su país en la miseria crónica, la bancarrota financiera y un hermético aislamiento internacional. 

Este oscuro panorama reduce considerablemente el margen de acción en beneficio de su población, la cual sobrelleva su desgracia con arduo esfuerzo. Aun así, no deja de sorprender que entre las diversas líneas de acción que podría seguir para iniciar la modernización de su país, nuestro pequeño tiranillo haya establecido como prioridad el desarrollo de armas nucleares, como si en verdad existiera algún país con el interés de invadir semejante basurero.

En el extremo opuesto al reinado del maniaco Kim podemos encontrar al Vaticano. A diferencia de la pocilga coreana, la Santa Sede mantiene relaciones diplomáticas con 179 países y jamás se le ha reconocido por carecer de majestuosos lujos. Aunado a esto, el régimen neo-feudal que rige a la Santa Sede le otorga incomparable poder al Vicario de Cristo y es menester recordar que en cuestiones teológicas, el señor Benedicto XVI es considerado infalible: un estatus del que ni siquiera Kim Jong-un puede presumir.

Por lo tanto, resulta sorprendente que nuestro tlatoani católico, aun cuando controla una fortuna extraordinaria y mantiene una congregación que sobrepasa los mil millones de feligreses, se haya mantenido renuente a realizar cualquier acción extraordinaria. Su enorme poder e influencia pudieron ser utilizados para movilizar a masas enteras de devotos en favor de una causa humanitaria; pudo haber promovido sin recatos la erradicación de la pobreza, unir fuerzas con otros líderes sociales para eliminar enfermedades pandémicas, o quizá llamar por la irrevocable igualdad de género en todo el mundo cristiano.

En cambio, desde el headquarters de la Iglesia Católica, Benedicto XVI decidió invertir su valioso tiempo en satanizar el uso de anticonceptivos en África, reprobar a las parejas homosexuales, denunciar a las monjas estadounidenses por sus liberalismo en materia sexual y proteger a cientos de sacerdotes pederastas que abusaron sexualmente a miles de infantes; todo mientras consagraba sus ratos de ocio para escribir libros de teología que pocos leerán y publicar encíclicas ultra conservadoras que nadie acatará.

La reciente noticia de que Joseph Ratzinger dejará vacante el trono de San Pedro debería llegar como alivio para todos; pues aun cuando uno no sea afín al catolicismo, toda la humanidad ha sido redimida de un Papa cobarde y tibio, el cual teniendo bajo su poder a una de las instituciones políticas más poderosas del mundo, decidió malgastar su oportunidad de ser un líder comprometido por remediar alguno de los innumerables problemas que afligen a millones de personas.

Aunque de ninguna manera considero apropiado -o incluso ético- que individuos ostenten el grado de poder que les ha sido conferido a Joe Ratzinger y al pequeño Kim, tampoco es correcto que estos líderes evadan su responsabilidad por utilizar dicho poder, preferentemente en acciones que incrementen el bienestar de la humanidad. Porque si es cansado tener que convivir con déspotas en el escenario internacional, mucho peor es cuando estos resultan ser unos tiranillos torpes e ineptos, que se empeñan por entorpecer el progreso de la especie humana.