13/11/15

La Diplomática - 26 años desde la caída del Muro de Berlín

CONMEMORACIÓN DE LOS 26 AÑOS DE LA CAÍDA DEL MURO DE BERLÍN

Fecha de transmisión original: 13/11/2015

La Diplomática - Sección del noticiero "Primera Línea" con Vaitiare Mateos. (11:00 Hrs a 13:00 Hrs por AzNoticias; TV Azteca)


ESTA SEMANA CELEBRAMOS 26 AÑOS DE LA CAÍDA DEL MURO DE BERLÍN ¿QUE LECCIONES DEJA LA CAÍDA DEL MURO EN LA HISTORIA? 
Es necesario recordar al Muro de Berlín porque fue un símbolo vivo de cómo un régimen podía controlar de manera total la vida de una población entera. 

El muro fue construido en 1961 por el gobierno comunista de Alemania del Este. Recordaremos que tras la derrota de los Nazis en la SGM, tanto Alemania como Berlín se dividen entre las cuatro potencias vencedoras. A los pocos años se conformaron dos países: Alemania Occidental y Alemania Oriental, sin embargo, la capital había quedado como un enclave completamente rodeado por el nuevo país comunista de Alemania Oriental.

Al principio había poco control en cuanto al movimiento de personas y mercancías, pero el gobierno comunista de Alemania del Este  se dio cuenta que miles de alemanes estaban buscando asilo en el lado Occidental de Berlín, y decide poner un alto a esto.

Así que en una sola noche en agosto de 1961, el gobierno de Alemania Oriental construye un muro para evitar que más alemanes orientales entraran a Berlín. Esto separó de un día para otro a miles de familias, porque hay que recordar que el muro no sólo cruzaba por el centro de la ciudad. ¡La encerraba por completo!

Originalmente fue llamada la “Pared Protectora Anti-Fascista”, haciendo referencia a que los gobiernos de Europa Occidental eran en realidad anti-democráticos y buscaban terminar con el régimen de libertad soviética. ¡Pura propaganda!

Obviamente nadie de Berlín Occidental buscaba cruzar hacia el régimen comunista. Era todo lo contrario. De hecho, más de 3.5 millones de berlineses cruzaron hacia el lado Occidental, pero una vez construido el muro, miles de familias quedaron separadas y sin posibilidad de comunicarse. Tuvimos que esperar hasta el 10 de noviembre de 1989 para que los primeros pedazos del muro comenzaran a caer.

El Muro de Berlín finalmente nos recuerda cómo la falta de tolerancia hacia ideas políticas distintas a las nuestras puede llevarnos a levantar muros entre países. Porque hay que recordar que estamos hablando de una misma ciudad divida en dos.  

5/11/15

Infidelidad y celos: ¡son los genes, estúpido!

La evolución masculina hace a los hombres más proclives a sentir mucho más celos si una mujer nos ha "traicionado" sexualmente, y tendemos a sentir menos daño si se trata de una infidelidad emocional.


Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú

Hace un par de días platicaba con mi novia acerca de la infidelidad y los celos. No porque nos encontráramos en alguno de los círculos de ese infierno, sino porque analizábamos cómo ambos géneros perciben de manera distinta estos temas.

Citando la respuesta de un amigo, ella me comentaba que no entendía cómo un hombre puede considerar poco grave que una mujer se metiera en la cama con otra chica. ¿Qué al final no es un acto explícito de infidelidad sexual? La pregunta es relevante porque presenta un panorama interesante sobre las relaciones interpersonales, y en concreto, sobre los actos que pueden desatar celos o ser vistos como una incuestionable puesta de cuernos.

Yo he sido siempre un jacobino cuando se trata de defender la fidelidad. Quizá la infidelidad sea el único tema que he prohibido de manera puntual en una relación, y también una de las cosas que ameritan el rompimiento de cualquier noviazgo.

Sin embargo –y para responder la pregunta planteada, aquella de la “infidelidad lésbica”, por llamarla de alguna forma– debo reconocer que me encuentro en el mismo bando que ese anónimo amigo de mi novia: si me entero de que mi mujer se ha ido con alguna amiga a tener una aventura sexual, estoy seguro de que mi mente no desataría alarmas o comenzaría una guerra fría contra ella.

La diferencia entre la percepción de mi pareja y la mía no es nada extraño; y así como otras tantas cosas que nos perturban y nos causan delirios diariamente, debemos buscar el origen de este embrollo en nuestro pasado genético, o más puntual, en el proceso evolutivo que desemboca en nuestro presente.

Comencemos por los hombres. Durante milenios, los hombres hemos vivido con una terrible paranoia: no saber si nuestros hijos comparten los genes propios. Tanto nos ha perturbado esta cuestión que hemos desarrollado complejos sistemas de opresión para mantener a las mujeres encerradas en casa o censuradas con ridículos hiyabs o nicabs, para evitar así provocar la tentación sexual en otros hombres. Este temor por la incertidumbre genética de nuestros hijos nos genera una paranoia incontrolable: una realidad donde todos los hombre son vistos como rivales en potencia que podrían truncar la transmisión de nuestros genes. De ahí que un acto de infidelidad sexual de la mujer pueda terminar contigo manteniendo (o peor aún… heredando tu fortuna) a un hijo bastardo que no comparte tu código genético.

A grandes rasgos, esta realidad histórica demuestra porque los hombres hemos evolucionado para sentir muchos más celos si una mujer nos ha “traicionado” sexualmente, y tendemos a sentir menos daños si trata de una infidelidad emocional (esto no significa que seamos inmunes al dolor, así que no se intenten pasar de listas).


Ahora las mujeres… En su caso, la evolución ha tomado un camino distinto al de los hombres. Las mujeres siempre han podido asegurar que el hijo que nacerá les pertenece (las razones son obvias), y por lo tanto, la evolución genética se ha enfocado en asegurar la manutención y la seguridad de ellas y de sus hijos.

En este contexto, una infidelidad emocional puede ser mucho más severa, pues las consecuencias de dejar que otra perra maldita seduzca a tu hombre podrían significar el final de esa seguridad física o material brindada por él.

Ahora bien, ¡tranquilos todos! Estoy seguro de que muchos de ustedes levantarán la voz en protesta, indicando que los hombres ahora cuentan con pruebas de paternidad que resuelven el problema genético; y que las mujeres son independientes y no dependen de un hombre para salir adelante o cuidar de sus hijos. No me queda duda de que ambas cosas sean verdad.

Pero aquí no estoy hablando de racionalizar los celos con nuestra mentalidad del siglo XXI. Porque aunque los roles sociales hayan cambiado, y aún cuando la tecnología nos permita revisar los genes para asegurar la paternidad, nuestro cuerpo (y principalmente nuestro cerebro) siguen cargando con los mismos traumas que la evolución instaló hace millones de años. Un par de décadas no significan nada para el inmenso proceso evolutivo, eso se los aseguro.

Por lo tanto, si buscamos la respuesta al dilema de la “infidelidad lésbica”, podemos ver que para la mente primitiva de un hombre, resulta obvio que al tratarse de una relación sexual con otra mujer, ésta no simboliza ningún peligro para la transmisión de los genes, y por lo tanto, un macho puede lidiar de manera sencilla con la situación.

Así que la próxima vez que sientan celos, no se vayan a traumar. Recuerden que están luchando contra una programación que lleva millones de años desarrollándose. Aunque si de plano su pareja es tan patán que decide ligarse a alguien más, pues entonces basta con mandarlos a la chingada, o como bien diría la encantadora Raffaella Carrà: “Búscate otro más bueno, vuélvete a enamorar”.

¡Faltaba más!


Este texto se publicó originalmente en Púrpura.

26/10/15

EMPATÍA POR EL DIABLO

Existe un gran problema con el recuerdo colectivo. Porque olvidar la historia se ha convertido en la manera más sencilla para evitar los temas que más nos duelen como sociedad.


Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú

Al momento de repasar nuestras vidas, seguro hemos entrado a un mundo dantesco de donde surgen recuerdos que mejor deberían ser incinerados en el horno del olvido. En mi adolescencia, hay tantas noches de rocanrol, psicodelia y otros excesos suficientes para llenar una larga lista de infamias que, de ser públicas, seguro mancharían mi apellido para la posteridad.

Retomo el porte y me percato que sólo a partir del análisis crudo de mi pasado es posible encontrar las enseñanzas a las que se refieren los hombres ilustres. Sin historia no hay aprendizaje, y sin aprendizaje ningún tipo de sabiduría o progreso.

Esta misma filosofía debería extenderse a sociedades y a países enteros. Aunque por extrañas razones, encontramos en cambio a un mundo que no sólo evita recordar, sino que se esfuerza por ocultar o maquillar su pasado.

Primer ejemplo: a finales de julio pasado, el tabloide británico The Sun develó un video donde aparece la reina Isabel II y su familia practicando el infame saludo Nazi usado para glorificar a Hitler. La realeza británica no tardó en protestar, abogando que el video data de 1933, cuando la reina tenía apenas 7 años: la chamaca no podía saber lo que hacía. Pero más allá del morbo, lo que este video muestra es a una monarquía británica en buenas relaciones con el nazismo, y nos remite a un momento donde parte de la sociedad inglesa consideraba a las políticas de Hitler como el camino para crear un mejor futuro.


En México, es trillado decir que vivimos en una nación habitada por fantasmas de héroes y villanos: los primeros tallados en bronce y los segundos condenados a la ignominia eterna. Hace apenas un mes, el periodista Sergio Sarmiento criticaba el rechazo generalizado que aún existe hacia Agustín de Iturbide. A dos siglos de distancia, nos sigue causando angustia reconocer a este criollo con pretensiones napoleónicas como nuestro verdadero “padre de la patria”.

El problema es que olvidar la historia se ha convertido en la manera más sencilla para evitar los temas que más nos duelen como sociedad. Y esto no es exclusivo de México, pasa lo mismo con Alemania (el nazismo), Estados Unidos (la esclavitud) y España (el franquismo). 

El escritor Javier Cercas se aventura a una explicación, indicando que cuando el pasado no nos gusta, tendemos a esconderlo o ignorarlo, ya que en realidad la verdad no nos gusta: como sociedad preferimos las mentiras. Sin embargo, agrega el autor español que nuestra ceguera por el pasado “nos deja inermes y del todo vulnerables a la fascinación épica y al idealismo sentimental y embustero de los periódicos, así como a los infatigables vendedores de paraísos”.

Porque destruir la historia, por buena o mala que sea, evita que podamos conocer más de nosotros mismos y aprender del pasado colectivo. Debemos aceptar y reconocer incluso nuestros peores momentos, para saber cómo evitarlos en el futuro. No olvidemos tampoco que muchas ideologías que ahora consideramos indefendibles se encuentran aún entre nosotros, esperando una nueva crisis para salir a presumirnos sus nuevas esvásticas.

No por nada en México hay quien pide el regreso de un “hombre fuerte” para restablecer la paz y el orden. Pero por andar buscando al nuevo Benito Juárez, seguro que terminamos con un Santa Anna o un Echeverría. 

¡Lo que nos faltaba!

Esta columna se publicó originalmente en Vértigo.

20/10/15

Apocalipsis Ahora

No hay duda que uno de los aspectos más extraños de nuestra especie -aparentemente racional- es la fijación y el fetichismo que tenemos con la idea del fin del mundo.


Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú

Uno de los aspectos más extraños de nuestra especie –aparentemente racional-, es la fijación y el fetichismo que tenemos con la idea del fin del mundo. 

Reconozco que durante siglos, cuando la sociedad aún era supersticiosa y preIlustrada, la noción del fin del mundo pudo estar muy en boga. Imagine por un momento que es usted un campesino en la Europa medieval. Sin el mínimo conocimiento científico de la naturaleza, ¿cómo explicar la peste bubónica, los cometas, los eclipses o una inundación masiva?: todo era señal del fin de los tiempos.

Hoy es fácil reírse de esas cosas y calificarlas de idiotas. Porque claro, ahora vivimos en una civilización avanzada: tenemos Internet, la pastilla anticonceptiva, alfabetismo generalizado; hemos erradicado enfermedades, e incluso observado los rincones más lejanos del Cosmos. Sería impensable que creamos todavía en tonterías similares a las del Medievo.

Tristemente, en pleno siglo XXI seguimos aceptando sin chistar las ideas más absurdas y descabelladas. Y si a estos disparates los condimentamos con el prospecto del fin del mundo, entonces estamos de frente a un gigantesco bestseller, con amplias posibilidades de terminar como multimillonaria producción de Michael Bay.

Ejemplos de nuestras manías colectivas abundan: desde la secta Davidiana en Waco, Texas; la religión-ovni de Heaven’s Gate en California; hasta el terror del año 2000, cuando todos esperamos como tontos el inminente colapso de las computadoras. El caso más reciente de estos atropellos a la razón fue en el 2012, cuando el mundo entero se cautivó por la inevitable destrucción del planeta, ya que así lo habían predicho (ni más ni menos) que los mayas. ¡Hágame usted el recabrón favor!


Esto nos obliga a preguntar de dónde surge nuestra fascinación por ideas apocalípticas; y para responder esto, yo apuntaría al sospechoso habitual de muchas ideas extrañas que aún perduran: las religiones organizadas. Porque desde el Zoroastrismo en Persia hasta las corrientes judeo-cristianas ahora globalizadas, la mayoría de las religiones han tenido una fascinación por el fin de los tiempos; por llegar a esa culminación cósmica donde la luz destruye a la oscuridad; donde la cizaña es lanzada al fuego; donde los elegidos son salvados por un Mesías que regresa a impartir justicia divina. Las variaciones dependen de la sucursal religiosa más cercana.

Si dudan de esta hipótesis, basta mencionar que en el 2013 el Pew Research Center reveló que el 43% de los estadounidenses creían que el mismísimo Jesucristo regresará a la Tierra antes del año 2050, lo que significa la llegada del Juicio Final. ¿Así o más claro, señores?

Ahora bien, yo seré el primero en defender que una sociedad libre, todos tenemos el derecho de creer y pensar lo que nos venga en gana. Pero mientras nos entretenemos con las profecías de Nostradamus o la Virgen de Fátima, nuestro planeta enfrenta verdaderos problemas que podrían convertirse en catástrofe: proliferación nuclear, terrorismo, la destrucción del medio ambiente, el cambio climático, y muchos etcéteras.

Si queremos seguir creyendo ideas absurdas, estoy seguro que nuestro Apocalipsis no llegará en la forma de cataclismo cósmico: será una consecuencia inevitable de nuestra propia estupidez.

Una versión de este texto apareció originalmente en Vértigo.

14/10/15

Breve tratado sobre la menstruación

El rechazo social hacia la menstruación no responde a ningún tipo de lógica, sino a un sistema ideológico apoyado en la opresión masculina y en la estructura patriarcal sobre la cual se funda nuestra sociedad.


Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú

¿Cómo hablar de la menstruación sin caer en la ignominia pública? Esa es la pregunta que me ha perseguido en los últimos días, sabiendo que al escribir sobre el tema posiblemente me desplome en los desfiladeros de la ignorancia o la miopía masculina. 

Aún así, la pregunta es relevante: ¿Qué carajos hago escribiendo sobre menstruación, si éste es un tema (aparentemente) exclusivo de los círculos femeninos? 

La realidad es que hablar de la menstruación presenta interesantes aristas que impactan a todo el mundo, y no sólo a la mitad de la población. Y aunque pueda decirse que este tema ni me afecta personalmente ni me incumbe íntimamente, ¡pues me vale! Aún así considero importante hablar de esto.

Porque no estamos hablamos de algo marginal: la menstruación es algo experimentado por todas las mujeres durante gran parte de su vida. Y aún siendo un suceso tan cotidiano, la simple mención de la palabra “menstruación” (o la descripción gráfica de sus síntomas) sigue envuelta en un velo de misticismo. O bueno, si vives en algún país islámico o en alguna sociedad retrógrada, será entonces un tema tratado con absoluto repudio y asco.

La cuestión es la siguiente: ¿cómo es posible que una condición que se manifiesta en la mitad de la población siga siendo tabú en todo el mundo? Me aventuro a una respuesta: es porque la menstruación sólo afecta a las mujeres. Si fuera una condición masculina, seguro existirían distintos parámetros para tratar el tema.

Éste es precisamente el argumento que propone Gloria Steinem en su célebre artículo If Men Could Menstruate; escrito hace 40 años pero igual de relevante como si lo hubiera escrito ayer. 

Steinman nos invita a imaginar un mundo donde mágicamente las mujeres dejaran de menstruar, y fueran los hombres quienes tuvieran que experimentar este sangrado mensual. 

Sus conclusiones merecen ser presentadas a detalle:

Si los hombres menstruaran, dice ella, la menstruación se convertiría en una condición envidiable: sería un evento para presumir con amigos en la cantina o alardear con colegas en la oficina. Se harían fiestas de “primera menstruación” con la familia, anunciando que por fin un joven se convierte en hombre y entra a su adultez. 

Los militares y conservadores citarían a la menstruación como requisito para servir a Dios y a su país en una guerra (“hay que dar sangre para poder quitar sangre”). Los cristianos y otros fundamentalistas religiosos harían sus analogías metafísicas (“Similar a los hombres, Jesús dio su sangre por nuestros pecados”); y algunos sectores de la sociedad catalogarían a las mujeres como “sucias” por no tener la capacidad de purgar sus impurezas cada mes.

Los hombres presumirían que el sexo es más placentero en ese periodo del mes; los intelectuales argumentarían que sin la capacidad para medir biológicamente los ciclos de la luna, una mujer jamás podría dominar materias que exigen la comprensión del tiempo, el espacio y las matemáticas. Las mujeres estarían por siempre desconectadas de los ritmos cíclicos del universo.

Por su parte, las escuelas de medicinas limitarían el acceso a las mujeres, ya que “podrían desmayarse ante la presencia de sangre”. Y a las lesbianas se les acusaría de tener un repudio por este líquido y que probablemente lo único que necesiten sea estar con un hombre que menstrúe bien, para así rectificar su sexualidad.

Finalmente, la menopausia sería celebrada como el término de una serie de ciclos de aprendizaje en la existencia de un hombre, que finalmente llegan a su final tras una larga vida.


El mensaje de Gloria Steinem es clarísimo: el rechazo social hacia la menstruación no responden a ningún tipo de lógica, sino a un sistema ideológico apoyado en la opresión masculina y en la estructura patriarcal sobre la cual se funda nuestra sociedad. 

De esta ideología de dominación surgen los discursos que nos rigen. Muy similar a la creencia de que una piel blanca es superior a otras, (cuando lo único que causa es que seas más susceptible a los rayos ultravioleta del sol), de ese mismo discurso opresivo surge el rechazo a la menstruación. Insisto… a esto no hay buscarle lógica.

Una solución a este embrollo podría ser la siguiente: si la menstruación se presenta como un problema en la vida de millones mujeres, basta con utilizar un dispositivo intrauterino (DIU) para olvidarse –prácticamente- de la menstruación por años. Porque de acuerdo con el consenso médico contemporáneo, el uso de un DIU podría evitar la menstruación por completo, tomando en cuenta que realmente no existe razón médica para que las mujeres tengan que menstruar cada mes. 

Por lo tanto, la simple manipulación del sistema reproductivo con un pequeño aparato en forma de “T” no sólo protege contra embarazos por más de 10 años, sino que podría evitar la menstruación por completo sin ninguna consecuencia médica; ahorrando así a millones de mujeres tiempo, dinero, dolor y estrés.

Me queda claro que ésta es sólo una solución práctica, y que finalmente no resuelve el problema de fondo. Porque el rechazo hacia la menstruación se mantendría vigente en nuestra sociedad. 

Aunque bueno, es claro que hablar de la menstruación se ha liberalizado en las últimas décadas –y ahora podemos ver anuncios de la nueva Cotex con adolescentes felices, saltando en la cama, ligando en el antro o andando en bicicleta (¿qué no eran días terribles para ustedes?)-. Pero la realidad es que este mensaje sigue sin reflejarse en el discurso público o en las conversaciones cotidianas. 

Para resolver este problema, se requiere comenzar a hablar abiertamente de este tema, con la libertad y normalidad que exige un evento que no sólo es común, sino completamente natural.

Porque seamos realistas, esperar a que la sociedad cambie por sí sola su percepción hacia la menstruación sería como esperar a Godot. Y para que de pronto los hombres comprendan lo normal y natural que es esta condición, tendríamos que vivir en ese mundo distópico donde mágicamente comiencen a menstruar.

Y eso sí, compañeras… ¡Gracias, pero no gracias!

Este artículo se publicó originalmente en Púrpura

4/10/15

Happiness is a warm gun

Todos los padres repiten el mismo mantra: "quiero que mi hijo sea feliz". Pero no se han percatado que la felicidad es algo que se construye, no que se impone.


Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú

Es imposible negar que vivimos en una sociedad obsesionada con la felicidad. Basta con observar las fotografías de nuestros amigos en Facebook; hojear los miles de libros de “autoayuda”; o analizar cualquier comercial de cerveza, desodorante, detergente, salsa de tomate o condones, para concluir que si no eres una persona feliz y sonriente, probablemente seas un tonto que vive en el error.

Sin embargo, me parece relevante cuestionar si la felicidad es realmente el objetivo máximo al que debamos aspirar en la vida, o peor aún, heredarlo a nuestros hijos. No me malinterpreten, ilustres lectores, no estoy proponiendo que vivamos en un mundo dantesco de perpetua amargura, ni que criemos niños nihilistas. Simplemente cuestiono si ser felices es por sí mismo un destino al que todos busquemos llegar con arrebatado ímpetu. 

El tema de la felicidad es muy vasto y resultará imposible analizarlo en su totalidad aquí. Aún así, creo que es posible explorar una de las aristas más comunes que se observa en nuestra sociedad contemporánea: la fijación fetichista de los padres por asegurar la felicidad de sus hijos.

La escritora Jennifer Senior argumenta en su libro “All Joy and No Fun”, que la noción de ser padres en el siglo XXI se ha convertido en un auténtico calvario de angustia y estrés. Esto se debe a que el rol de padres e hijos se ha transformado radicalmente en las últimas décadas. Hace apenas 70 años, en los países “avanzados” de Occidente podíamos ver a niños trabajando en fábricas, vendiendo periódico o pasando el día entero en los campos de cultivo. En aquellos años, los infantes eran reconocidos más por su valor económico que por sus risueñas sonrisas.


Hoy el mantra que todos los padres repiten es el mismo: quiero que mi hijo sea verdaderamente feliz. Esto, sin embargo, los ha convertido en prisioneros de una ciega ambición. Pues en esa carrera hacia el fondo por inculcar una idea abstracta de felicidad en sus hijos, han caído víctimas de una realidad muy cruel: la felicidad es algo que se construye, no que se impone. 

Porque si somos honestos, podemos ver que todos los intentos de nuestros padres por asegurar nuestra felicidad terminan por estrellarse con la realidad del mundo. En este planeta voraz, insensible y caótico, de poco sirven las muñecas o los carritos que nuestros padres nos hayan comprado. Al crecer, lo único que nos queda son los valores y el instinto de supervivencia que nos transfirieron.

Volviendo con Jennifer Senior, ella propone abandonar esta desesperada batalla por producir niños felices. Resulta un objetivo más loable educar hijos virtuosos, productivos y empáticos hacia el mundo: solamente así podrán ellos buscar su propia felicidad en el futuro.

Me queda claro que ningún padre puede evitar el deseo de ver a sus hijos felices. Pero en lugar de cargar con esa inútil cruz, busquen mejor hacer de sus hijos personas morales y decentes. Porque entre más intenten imponer su tonto sentido de felicidad en ellos, más niños descompuestos vamos a tener en este mundo. Y si me preguntan a mí, creo que ya tenemos suficientes de esos rondando nuestras calles.

¿No lo creen?

Una versión de este texto fue publicado originalmente en Vértigo.

1/10/15

Una rosa por cualquier otro nombre

Para muchas personas, la vida parece ser muy cruda para describirla de manera directa; por lo tanto, se inventan un lenguaje destilado y descafeinado, para así maquillar a la realidad.


Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú

LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
George Orwell, 1984

Existe una perversa tendencia social que se ha venido desarrollando sutilmente en los últimos años. De forma gradual, algunas palabras que todos conocíamos y aceptábamos fueron suplantadas por conceptos cada vez más complejos, ambiguos, y -según sus promotores- socialmente aceptables. Para los defensores de esta neolengua, parecería que la vida es simplemente muy cruda para describirla de manera directa; y por lo tanto, se necesita enfrentarla con un lenguaje destilado y descafeinado, para así maquillarla y embellecerla.

Si lo piensa por un momento, se podrá dar cuenta que en el México contemporáneo hemos dejado de tener ancianos o viejos, y en su lugar convivimos con “personas de la tercera edad”. Todos los ciegos se han convertido en gente “con impedimentos visuales”; los diabéticos, en “personas que viven con diabetes”; y los sordos, en “personas con discapacidad auditiva”. Al voltear a nuestro alrededor, nos percatamos también que vivimos en un país sin pobres, pues ahora México tiene “miembros de las clases sociales desfavorecidas”. Los vagabundos se fueron de la ciudad, y ahora quedan “personas en situación de calle”. Y ni hablar de los paralíticos, ellos también huyeron del país, dejando en su lugar a “personas con capacidades especiales”. Los ejemplos son innumerables.


Algunos dirán que este nuevo lenguaje busca evitar la discriminación y la exclusión hacia ciertas minorías o “grupos especiales” (otro ejemplo más). Pero esto no tiene sentido, porque los conceptos por sí mismos no cargan con un peso o un juicio moral: son el uso y el contexto los que llenan de significado a las palabras. Ahora bien, me queda claro que existen palabras que son utilizadas exclusivamente para violentar y agredir; y que hay todo un lenguaje que fue creado con la única intensión de humillar, discriminar u ofender. Pero aquí no estamos hablando de eso.

Aquí estamos hablando de palabras neutrales, descriptivas y en lo absoluto discriminatorias. Incluso en la misma Biblia, ese libro que es fuente de (dudosa) moralidad para millones, se menciona que Jesús va por toda la antigua Palestina curando a ciegos y paralíticos. Sí… a ciegos y paralíticos. No va curando milagrosamente a gente con “capacidades motrices especiales” o a personas “con impedimentos visuales”. ¡No señor! Ciegos y paralíticos. Así de simple: palabras directas, honestas y claras.

Al final, creo que nuestro idioma no debería sufrir por culpa de consciencias fácilmente escandalizadas. La simple verdad es que cambiar el lenguaje no cambia la realidad o la condición de las personas. Cambiar el lenguaje sólo confunde lo real y termina por enturbiar nuestro entendimiento de las cosas. Porque seamos realistas, aquel que quiere discriminar o ser racista, lo hará con las palabras que le pongas en frente.

Las nuevas generaciones dirán que al claudicar al significado de las palabras están evitando ofender a terceros. Pero si se fijan bien, este camino nos puede dejar incluso peor que antes, y pasar de ser una sociedad con ciegos y viejos a una con cieguitos y viejitos.

¡Faltaba más!



Una versión de este texto se publicó originalmente en Vértigo.

29/9/15

La revolución verde (o cómo tu ensalada de lechuga está destruyendo al planeta)

Comer algunos tipos de lechuga es equivalente a masticar agua crujiente; pero el impacto ambiental y ecológico que requiere preparar una ensalada de lechuga es enorme. Por esta razón, tu ensalada de lechuga está destruyendo al planeta.

Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú


En este mundo moderno, resulta muy común caer rendidos y arrodillados frente a las ensaladas cuando nuestra vida ha pasado por un periodo de embarazosa glotonería o excesivos vicios. También estoy seguro que todos hemos sentido ese heroico virtuosismo cuando rechazamos las garnachas o las tortas por un gran plato de lechuga, el cual devoramos en la búsqueda de indulgencia por nuestros pecados de gula.

No obstante, queridos lectores, lo que muy pocas personas saben es que al dejarnos llevar por los cantos de sirena de ese embustero vegetal conocido como la lechuga, lo que en verdad logramos no es cuidar nuestra figura, sino contribuir a la destrucción del planeta Tierra.

Seguro que para muchos de ustedes esta premisa parecerá absurda o estrafalaria. Sin embargo, como bien lo argumentó el periodista Tamar Haspel en su reciente artículo del Washington Post, existen múltiples razones por las cuáles las ensaladas de lechuga deben ser consideradas el enemigo público número uno por todos nosotros.

En primer lugar, la lechuga es uno de los vegetales con menos valor nutricional en el mundo. Pensemos un momento en la lechuga iceberg (probablemente la más común en los supermercados): su composición es 96% agua, con algunas escazas vitaminas repartidas entre sus hojas. Por lo tanto, podríamos decir que consumir lechuga no es demasiado distinto a tomar un vaso de agua. Eso sí, para que la infame lechuga llegue a nuestra ensalada, fue necesario tomar enormes extensiones de terrenos para su cultivo, sumarle un inmenso gasto de agua para regarlas, para que finalmente podamos consumir algo que es prácticamente… ¡agua crujiente!

A este gastadero de recursos debemos agregarle la huella de carbono que involucra refrigerar nuestra crujiente agua por numerosas horas, así como la gran cantidad de gasolina requerida para transportarla desde el campo hasta los centros de distribución en las ciudades, donde terminará por ser consumida por millones de personas sin aportarles prácticamente ningún nutriente. Les repito compañeros: ¡esa maldita lechuga es una calamidad ecológica!


Ahora bien, estoy consciente que gran parte de los vegetales están compuestos mayoritariamente por agua, y que el 96% de agua en la lechuga no es un problema en sí mismo. Lo que quiero subrayar aquí es que estamos desperdiciando una enorme cantidad de recursos para consumir alimentos que contienen tan pocos nutrientes como un pedazo de cartón.

Porque la lechuga no es la única culpable en todo esto. Para encontrar más vegetales embusteros, sirve mucho revisar el análisis nutricional desarrollado por Charles Benbrook y Donald David. Su estudio nos permite ver a detalle cuáles de los vegetales que consumimos periódicamente son una falacia nutricional. Y en el fondo de su lista de nutrición aparecen otras verduras junto con la vapuleada lechuga: los pepinos, los rábanos y el apio. Todos ellos vegetales muy comunes en nuestras ensaladas que al final son también aspiradoras de recursos naturales con un escasísimo valor nutricional.

 Todo esto es relevante porque nos encontramos en un punto de nuestra historia donde cada día requerimos encontrar mejores maneras para alimentar a todos los seres humanos –recordemos que somos más de 7 mil millones de personas en el mundo-. Por lo que resulta verdaderamente absurdo continuar plantando, regando, cosechando, y transportando esas miles de toneladas de agua crujiente a nuestros platos.

¿Qué debemos hacer entonces? ¿Acaso esto significa que estamos condenados a una vida de obesidad y de fritanga? ¡No, queridos amigos!, no debemos caer en la desesperación o en el nihilismo. Porque por fortuna, existen muchas opciones que son infinitamente más nutritivas que la lechuga y los apios, y que incluso hacen una mejor ensalada bajo cualquier medición. Y para esto, no hay que mirar más lejos que la espinaca y la col rizada (kale, en inglés).

Así que ya saben la respuesta a este dilema. Pero si ustedes quieren seguir consumiendo lechugas y pepinos, y arruinar en el proceso a nuestro planeta con sus egoístas decisiones, pues no queda más que desearles éxito en enflacar esos tres kilos extra que traen encima. Y sí… supongo que nos veremos pronto en el apocalipsis ecológico que han desatado.

¡Buen provecho, compañeros!


Una versión de este artículo se publicó originalmente en Púrpura

10/9/15

Hoy no me quiero embarazar

Siempre me ha parecido curioso que las personas más obsesionadas por evitar el aborto sean al mismo tiempo las más angustiadas por evitar el uso de anticonceptivos.


Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú

Siempre me ha parecido curioso que las personas más obsesionadas por evitar el aborto sean al mismo tiempo las más angustiadas por evitar el uso de anticonceptivos. Nunca he entendido esta contradicción, pues me parece que la ecuación es sumamente sencilla: si más gente utiliza anticonceptivos, menor será el número de embarazos no deseados, lo que da como resultado un menor número de abortos. ¡Así de fácil! 

Por lo tanto, si el objetivo de nuestros hermanos católicos, cristianos, evangélicos -o ve tú a saber la denominación a la que pertenezcan- es tener un menor número de abortos, pues entonces sería urgente promover en todos los rincones del mundo el uso de anticonceptivos.

Hago un breve paréntesis ya que estamos en el tema: ¿Por qué los cristianos se enfocan tanto en odiar a los homosexuales? ¿Qué no son ellos los menos proclives a tener un aborto en toda su vida? Muy extraño todo eso, pero como en muchas otras cosas ya hemos aprendido que “los caminos del Señor son misteriosos”. Dejemos este tema para otro episodio. 

Volviendo a lo que nos concierne, estoy casi seguro que todos ustedes se han encontrado en algún momento con uno de estos seres piadosos que sataniza a toda mujer por pensar en interrumpir su embarazo, pero que al mismo tiempo le prohíbe disfrutar su sexualidad con la seguridad que ahora nos brinda la medicina moderna. 

Mucho de esto responde a la extraña simbiosis que estas personas han creado entre la moralidad y la sexualidad. Porque para muchos, ser una mujer virgen significa ser una mujer pura; y por lo tanto, toda aquella que comete un acto sexual, es automáticamente vetada del club de las almas piadosas. 

Pensémoslo bien, ¿no les parece extraño que la figura femenina a quien la Iglesia Católica impuso como ejemplo a seguir haya sido María? Y díganme ustedes, ilustres lectores, cuál fue el mayor logro de María. ¡Pues claro! ¡Nunca haber tenido sexo! Porque jamás escuchamos hablar de “María la Sabia”, “María la Magnífica” o “María la Virtuosa”. ¡Faltaba más! Debemos recordar a estar mujer como la “Virgen María”; pues poco importa qué más hizo esta señora en su vida, con tal de que nunca haya tenido sexo. 


Gran parte de esta mentalidad viene ligada a las prioridades que la Iglesia ha tomado en las últimas décadas. Recordemos por un momento el caso de Anjezë Bojaxhiu, una monja originaria de Albania que usando la magia de la mercadotecnia y la publicidad, llegó a convertirse en la superestrella del catolicismo bajo su nombre artístico de “Teresa”. El pasado 5 de septiembre, el mundo conmemoró el decimoctavo aniversario luctuoso de esta señora, pero en vez de lanzar las campanas al vuelo, debemos recordar algunos detallitos turbios sobre la Madre Teresa. 

Porque lejos de ser una anciana piadosa que cuidaba a los pobres de Calcuta, nuestra afamada Teresa era también el rostro del catolicismo en contra del aborto y el uso de anticonceptivos a nivel global (auspiciada por mi tocayo, el Papa Juan Pablo II). Su mensaje central cuando predicaba mostraba un fanatismo absoluto en contra de cualquier método para controlar la fertilidad de la mujer. Incluso al recibir el Premio Nobel de la Paz, nuestra Santa Madre habló del aborto como el principal culpable en la destrucción de la paz mundial. ¿En serio Madre? ¿No era un mayor peligro para la paz el arsenal nuclear de la Guerra Fría, la desigualdad económica o la escasez de recursos naturales? Lo que nadie le preguntó es cómo esperaba terminar con los abortos, si era igual de fanática para frenar el uso de cualquier método para evitar embarazos. 

Poco vale la pena discutir los disparates de esta mujer en temas de sexualidad. Y aunque ahora, 18 años después de su fallecimiento, millones de personas sigan creyendo en sus ideas, la realidad contemporánea es que la sexualidad es algo que cada día comienza a escapar del reino la superstición, para convertirse en la responsabilidad individual de personas que (esperemos) tomen decisiones responsables. 

 Así que la próxima vez que quieran conmemorar el fallecimiento de nuestra Santa Madre Teresa, recuerden lo mucho que hemos avanzado como sociedad para escapar del oscurantismo religioso en temas sexuales. Porque seamos honestos, ¿en verdad queremos seguir tomando consejos sobre sexualidad de monjas vírgenes y sacerdotes castos? 

A esto yo les respondo: ¡gracias, pero no gracias!



Este texto se publicó originalmente en Púrpura.