Todo el mundo parece tener una opinión sobre el conflicto entre Rusia y Ucrania. Algunos dicen que el culpable es Vladimir Putin, pero otros acusan a los gringos y a sus aliados europeos. ¿A quién podemos creerle?
Fuente: Azteca Noticias
Todo el mundo parece tener una opinión sobre el conflicto entre Rusia y Ucrania. Algunos dicen que el culpable es Vladimir Putin, pero otros acusan a los gringos y a sus aliados europeos. ¿A quién podemos creerle?
Fuente: Azteca Noticias
Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú
Primero la obligada fe de erratas: ¡Sí, yo sé! Hice gala en estas páginas de un profundo análisis del periodista Eugene Chausovsky sobre los “imperativos geopolíticos” y el “marco estratégico” de Vladimir Putin (Vértigo #1091) para concluir bombásticamente que “las condiciones para una invasión simplemente no existen en la actualidad, y por lo tanto, es sumamente improbable que veamos una invasión militar en las próximas semanas”. Así que… Emm… ¿Ups?
Dicho lo anterior y dejando de lado cualquier otra predicción sobre el futuro del conflicto; pasemos mejor a explorar cuáles son las corrientes que se ocultan en el trasfondo de esta guerra entre Ucrania y Rusia.
En primer lugar, reconocer la importancia de lo que estamos presenciando: el mayor conflicto en el continente en Europa desde las guerras en Yugoslavia, o quizás desde la guerra contra el imperialismo Nazi; sólo que ahora uno de los beligerantes es una potencia nuclear. Y como bien apunta Anthony Faiola en The Washington Post: “Para un continente donde las guerras habían retrocedido a los libros de historia (...) el asalto de Moscú parece algo casi incomprensiblemente anacrónico, y un salto temeroso hacia lo desconocido”.
¡Pues sí! Pero mientras crece el bulto de vestiduras rasgadas de una comentocracia pasmada, la situación en Europa del Este parece tener una claridad meridiana para el periodista David Brooks, quien argumenta en The New York Times (“The Dark Century”) que lo que estamos viviendo ahora es simplemente un regreso a la normalidad.
¿Normalidad? ¡Oh sí! Brooks inicia su análisis haciendo referencia a uno de los mayores clichés de nuestros tiempos: que el sistema liberal está en retroceso. Año tras año los informes de Freedom House y el Democracy Index (The Economist) muestran cómo más países van cayendo a esa zona gris de “democracias imperfectas” o “regímenes híbridos”. Claro que el retroceso del liberalismo -por sí mismo- no causó una invasión; pero sí constituye un factor clave para esta situación actual. ¡Veamos!
Brooks argumenta -como otros expertos- que la democracia y la paz son factores completamente atípicos para la humanidad. La condición para tener paz y democracia es crear (entre otras cosas) sociedades con instituciones fuertes y asociaciones que promuevan el servicio público; con ciudadanos educados y virtuosos que comprendan los peligros de la ambición humana y la fragilidad democrática para prevenir su caída. Para esto, Brooks utiliza la analogía de un cultivo, donde no se trata sólo de aventar las “semillas” de la democracia sino de cuidar su crecimiento constantemente.
El problema -argumenta Brooks- es que hemos vivido demasiado tiempo dentro de la burbuja liberal para imaginar que existe otro sistema que pudiera suplantarlo. Pero aquí está la trampa: porque son precisamente los otros sistemas -agresivos y autoritarios- los que representan la “normalidad” y se encuentran siempre al acecho. Como una selva esperando a crecer y recuperar su terreno perdido. De esta manera, no cuidar nuestro terruño democrático no genera el caos, simplemente nos regresa al estado normal de las cosas.
¿Qué es lo normal para Brooks? “El siglo XV, XVI, XVII y XVIII son lo normal. Grandes países como China, Rusia y Turquía controlados por líderes con inmenso poder. Eso es normal. Pequeñas aristocracias acumulando gran parte de la riqueza nacional. Normal. Asuntos globales regidos por la ley de la selva, con países grandes amenazando a los pequeños. Esa es la forma en la que ha sido la mayor parte de la historia humana”.
El retroceso del liberalismo no causó que Rusia invadiera a Ucrania, pero sí permitió el fortalecimiento de un líder como Putin que logró usar su poder como autócrata y la xenofobia para depredar sobre su vecino más débil.
Y si el problema central es nuestra complacencia con el liberalismo, haríamos bien en atender a las palabras de Voltaire y ponernos a cultivar nuestro jardín.
Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú
¿Se dieron cuenta? ¡Llegamos a febrero sin una crisis global importante! Claro, algunos dirán que el reverendo congal en Ucrania merece ser considerado como una “crisis global importante”. Pero hasta el momento de escribir estas líneas, la realidad es que el escurridizo Vladimir Putin no parece tener ninguna invasión planeada. Así que calmado venado… y cómo dijo el filósofo Lennon: “Give peace a chance”.
Todo esto es relevante porque si hacemos memoria de los últimos años, podemos ver que la cuesta de enero -en términos geopolíticos- ha sido bastante escabrosa. Les recuerdo: En 2020, iniciamos enero con Australia en llamas; el Sars-Cov-2 expandiéndose por China y Europa; y el asesinato del general Qasem Soleimani en Irán, que bien pudo pudo desatar la Tercera Guerra Mundial. El 2021 empezó con la variante Delta arrasando al planeta y con la toma del Capitolio por las huestes de Donald Trump, la cual puso en jaque a la democracia más antigua del mundo.
Ahora la diosa Fortuna nos sonríe, pero nuestro éxito no debe permitirnos confiarnos. Si bien la amenaza de una guerra en Europa persiste, existen broncas aún mayores que vuelven a la situación de Ucrania en un simple canapé. Para entrar en materia, los refiero al informe que publicó el World Economic Forum a principios de años: el Global Risks Report 2022.
¿Qué dice este reporte? Pues básicamente ofrece una colección de pesadillas que haríamos bien en evitar en el futuro próximo. Esta lista de cataclismo se formula a partir de entrevistas con miles de expertos y ejecutivos; de los cuales sólo el 16% de ellos se siente “optimista” por el futuro, mientras que el 84% indican que están “preocupados”. Pero sin más preámbulo… ¡Vamos a darle una revisada!
1. Tensiones internas. Una de las mayores preocupaciones del Global Risk Report 2022 apunta a una mayor volatilidad económica y al crecimiento de la desigualdad entre ricos y pobres. Si esto suena grave, lo peor es que puede llevar a una erosión de la cohesión social en la mayoría de los países. Esta pérdida de cohesión social -crítica por sí misma- terminaría por incrementar la tensión geopolítica en detrimento de la cooperación internacional.
2. La supervivencia del planeta. Aunque el mundo seguramente no se va a destruir en el 2022, si expandimos nuestra perspectiva al siguiente lustro vemos que la situación precaria del planeta es la mayor preocupación para los expertos, incluso por encima de cualquier problema económico o social. ¿Qué tipo de amenazas? Calentamiento descontrolado, climas extremos, pérdida de biodiversidad, daño ambiental y crisis por recursos naturales.
3. El desorden de la transición. Aquí encontramos la mayor preocupación reportada en Report: una transición climática desordenada. Consideren que el mundo entero va reprobado en el cumplimiento de sus compromisos ambientales, pero en los próximos años veremos reacciones sociales negativas ante cualquier cambio por descarbonizar las economías. Lo peor: los países más atrasados serán blanco de tensión, frustración y recriminación, con posibilidad de conflicto.
4. Fallas en ciberseguridad. Entre más digitalizamos nuestras vidas cotidianas, más probabilidades de sufrir alguna falla o ataque con consecuencias catastróficas. Sumado a esto, podemos esperar un incremento en ataques ransomware, así como los fraudes en los comercios digitales.
5. Caos sideral. Si la Tierra nos queda corta, los expertos también prevén un incremento de problemas en el espacio exterior, donde cada vez más empresas y gobiernos luchan por obtener un lugar estratégico en este horizonte poco regulado y cada vez más contaminado por basura espacial.
Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú
Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú
En días recientes me encontré con un documental (PBS: America After 9/11) que propone una hipótesis seductora: que existe un hilo conductor que nos puede guiar directamente desde los ataques del 11 de septiembre del 2001 a la insurrección del 06 de enero del 2021. Una cadena de decisiones políticas que culminó en la creación de una cultura de odio, división y paranoia, y que amenazó al mismo núcleo de la democracia en los Estados Unidos.
Esta es una historia de ideales malogrados, de líderes políticos fracasados; de manipulación mediática; de esperanzas rotas; y de valores quebrantados.
Para comenzar este relato debemos volver al momento histórico que transcurría previo a los ataques: Estados Unidos estaba en la cima de su poder como única potencia global, victorioso de la Guerra Fría, con una profunda creencia en el “excepcionalismo americano”, donde la democracia, la libertad y el libre mercado debían reinar en todo el planeta (guiados por los mismos yanquis, naturalmente).
Los ataques en Nueva York quizá rompieron la ingenuidad de esta Pax Americana. Pero esto -más que sosegar al Imperio- terminó por revolucionar los ideales de este supuesto “excepcionalismo”. Pocas veces en toda la historia estadounidense habíamos visto una unidad en la sociedad y entre las fuerzas políticas. La misión era única y clara: perseguir a los culpables. No había duda, el Imperio estaba en marcha.
El primer error en esta trama surge tras el éxito inicial contra el Talibán. Después de una guerra rápida y con pocas víctimas americanas en Afganistán, la política de George W. Bush se transformó bajo la lógica del “universalismo democrático” para extender su “guerra” contra el terrorismo a todo el mundo. A partir de ese momento, EE.UU. representaría al “bien” y tomaría responsabilidad para propagar la democracia y para derrotar (y derrocar) a “las fuerzas del mal” donde quiera que se encontraran.
El documental hace dos puntos al respecto: el primero es que una guerra localizada en Afganistán contra Al-Qaeda y el Talibán se volvió global, no sólo poniendo en la mira a regímenes como Irak, Irán y Corea del Norte (“El Eje del Mal”), sino a todos los grupos terroristas presentes ¡y futuros! que pudieran surgir para desafiar al Imperio. Esto abrió la puerta -como efectivamente sucedió- a una campaña bélica sin final, que de hecho sigue vigente tras 20 años.
En segundo lugar, el documental advierte que cuando te defines como el “bueno” en cualquier cruzada, existe el peligro de comenzar a ver a todas sus acciones como nobles, justificando cualquier atrocidad que realices. Para Estados Unidos, esta realidad no tardó en llegar.
A los pocos meses de la caída del Talibán, cientos de ‘prisioneros’ encontraron su nuevo hogar en la base naval de Guantánamo bajo condiciones inhumanas. Sumado a esto, la CIA tomó a pecho las palabras del vicepresidente Dick Cheney (“debemos trabajar desde las sombras”) para establecer cárceles secretas para torturar salvajemente a supuestos terroristas. Y en Irak, las imágenes que surgieron de la prisión de Abu Ghraib causaron asco y furia en el mundo; destruyendo la credibilidad de EE.UU; y erosionando la confianza en la sociedad americana hacia su supuesto proyecto ‘democratizador’.
Bien dice aquella famosa frase: “Cuando te enfrentes a un monstruo, asegúrate que tú no te conviertas en uno”. Y esto fue precisamente lo que sucedió. En los primeros años de su “guerra global contra el terrorismo”, Estados Unidos se convirtió en el enemigo que buscaba combatir: un país que causa terror en el mundo.
Hasta aquí esta primera parte de la historia. En mi siguiente columna continuaré con este relato para contarles como la invasión de Irak inició una irreversible erosión en la confianza de la clase política y los medios, llevando eventualmente a la distorsión misma de la realidad y la verdad.
¡Salud!
Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú
Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú
Es muy agradable cuando la realidad te corrige la plana. Confieso que en mi columna anterior (Vértigo 1061: “¿Quién habla por el futuro?”) permití que mi pesimismo se llevará lo mejor de mi texto. Les recuerdo:
Hablando del Future Design, un experimento en política pública iniciado en Japón, concluí que cómo especie humana somos incapaces de sobrepasar nuestro egoísmo y fijación en el corto plazo para preocuparnos por el mundo que dejaremos a las generaciones futuras.
De pronto… ¡Un macanazo de realidad! El 14 de julio, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, publicó un tuit donde resumía la nueva visión de la Unión Europea para los años próximos: “Podemos elegir una forma de vida mejor, más saludable y más próspera. Salvar el clima es nuestra tarea generacional. Debe unirnos y animarnos. Se trata de asegurar el bienestar y la libertad de nuestros hijos. No hay tarea más grande y noble”. ¡Ay goey! ¡Ejemplo loable de mi periodismo adelantador!
Y en efecto, poco antes de ese tuit, la UE había anunciado su revitalizado plan para reducir sus emisiones de carbono y lograr “cero emisiones netas” para el 2050. Al final, alguien sí hizo su tarea y tomó el ejemplo del Japan’s Future Design. ¡Bien por Europa!
Con esto en mente, quiero regresar al texto referido en mi columna anterior (“How to be a Good Ancestor” de Sigal Samuel) para reforzar el aspecto ético y moral que debe ser intrínseco al considerar nuestras acciones presentes y su impacto en el futuro.
Primero dos conceptos básicos para entrarle al tema: la distancia espacial y la distancia temporal.
Entender el primero es muy sencillo. Samuel cita un ejemplo planteado por la filósofa Hilary Greaves de la Universidad de Oxford: si vas caminando y ves a un niño ahogándose en un río, al cual puedes rescatar sin mayor problema, lo moralmente correcto sería que lo hicieras. Todos de acuerdo (¡Espero!). Pero qué sucede si esto ocurre al otro lado del planeta (digamos en China). ¿Esperarías que un adulto que vaya pasando también ayude al niño chino en peligro? Si no eres un monstruo, responderás que ‘sí’. Esto, apunta Samuel, significa que “la distancia espacial es moralmente irrelevante”.
¿Pero qué pasa con la moralidad temporal? Aquí las cosas se ponen interesantes. Samuel cita un ejemplo un poco más extremo del filósofo Roman Krznaric: Si consideras reprobable colocar una bomba en un tren que matará a un montón de niños hoy, también está mal si la bomba va a detonar en 10 minutos o 10 horas o 10 años. En otras palabras, la distancia temporal entre una acción y su consecuencia es también moralmente irrelevante.
Aquí se encuentra el imperativo moral que tenemos hacia las generaciones próximas. Si sabemos que nuestras acciones y actitudes serán una bomba en el futuro, lo moralmente correcto sería “desactivar” este escenario catastrófico y evitar el sufrimiento o muerte de millones de personas que quizás ni siquiera han nacido. No hacerlo sería aumentar la carga de explosivos en ese hipotético tren que -tarde o temprano- sabemos que va a detonar.
Algunos países ya empiezan a tomar esta perspectiva moral. Suecia tiene su “Ministerio del Futuro” dedicado a crear políticas públicas de largo plazo; Gales y los Emiratos Árabes Unidos cuentan con una agencia similar. Algo es algo, pero no es ni siquiera suficiente.
De México mejor ni hablar. Aquí estamos petrificados en el ámbar de la historia, enfocados en celebrar nuestro pasado de “resistencia”; celebrando las virtudes de los hidrocarburos; y encumbrando a héroes históricos que nada aportan a nuestro futuro.
Cada día ponemos una pieza más en la bomba climática que estallará dentro de 20 o 30 años. Pero pueden dormir tranquilos en sus huipiles nacionalistas, sabiendo que gran parte de este mecanismo explosivo será “Made in Mexico”.