2/2/16

ALIVIO DE LUTO

La idea de la muerte -y los rituales en torno a ella- han sufrido enormes transformaciones en las últimas décadas, llegando ahora al mundo digital.


Texto por: Juan Pablo Delgado Cantú

¿Quién de aquí recuerda a Bernarda Alba, aquella anciana amargada de la que escribió García Lorca? Por años, su historia me dejó con sentimientos encontrados, evitando poder sacudirme del todo el implacable calor que descendía sobre su casa y definía el tortuoso encierro de ella y sus hijas.

¿Y a qué viene al caso Bernarda?, preguntarán. Pues la saco del olvido porque al releer la obra de Lorca, encontré un detalle que pasé por alto anteriormente: que la maldita señora no sólo encierra a sus hijas, ¡sino que el encierro debe durar casi una década! Así lo dice ella en la obra: “En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Haceros cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas”.

¿Pueden imaginar un encierro de ocho años por el luto de algún familiar? ¡Faltaba más! 

Porque actualmente pensar como Bernarda es a toda luz irracional, y seguramente atropelle varios derechos humanos: es obvio que en las últimas décadas, la idea de la muerte –y los rituales en torno a ella- han sufrido grandes transformaciones. 

Los sociólogos William Wood y John Williamson explican que en los países desarrollados –y yo incluiría a las ciudades de México- el asunto de morir y ser velado se ha convertido en algo privado, incluso con aspectos burocráticos. La muerte aparece hoy tras puertas cerradas, en las salas de hospitales o una casa funeraria. Y aunque mantenga algunos aspectos sociales, lejos han quedado los eventos comunitarios que marcaban a la España de Lorca o el México agrario.

Pero al analizar nuestra vida contemporánea, podemos ver que la muerte está teniendo un regreso inesperado al espacio público. Sólo que ya no hablamos de ceremonias fúnebres en las plazas o callejones; el luto es ahora un ritual que se desarrolla en las plataformas digitales.

Jean-Léon Gérôme - The Duel After the Masquerade; via Wikimedia

Pensemos en la muerte del legendario David Bowie. Horas después de la fatídica noticia, miles de personas se convirtieron en altares digitales como parte de un luto masificado: admiradores, fanáticos y uno que otro metiche se volcaron para rendir tributo y expresar condolencias, haciendo de las redes sociales un evento funerario donde todos podían participar y compartir.

Aunque mucho de esto responda a actitudes fantoches, ejemplos de emocionalidad genuina también existen cuando fallece una persona común –digamos un amigo o familiar-. De pronto, las redes sociales se vuelven espacios de remembranza, y obituarios aparecen en nuestras redes sociales, ahí a un lado de los memes o las noticias del Medio Oriente.

Tener la posibilidad de compartir noticias fúnebres con el mundo entero no significa que debamos hacerlo. Aún así, la tentación existe, y esto quizá responda a algo más profundo. Porque compartir la muerte con amigos y desconocidos puede ayudarnos a hacer más llevadera una pérdida; a ver la muerte de forma menos opresiva, o incluso ayudarnos a cambiar un paradigma de tristeza por uno de comunión. Claro está que también es posible que al publicitar digitalmente la muerte de alguien, le restemos toda solemnidad y decoro al asunto.

Son cuestiones complejas. Pero algo indiscutible es que si tenemos que elegir entre un mundo de cementerios digitales o uno de encarcelamiento por un luto, me queda claro que Bernarda y su gente pueden irse a la fregada.

¿Qué opinan, compañeros?

Este texto se publicó originalmente en Vértigo.